Renacimiento
La Alegoría del Alma Renacimiento I
I
El dolor y quemazón al sentir la carne abrirse, los fuertes golpes que sentí mientras caía, los gritos a mi alrededor, el sonido de la sangre siendo derramada… Aquello fue el detonante. Miles de imágenes, de recuerdos, de momentos vívidos y sensaciones azotaron mi mente cual huracán, transportándome a un torbellino aterrador que me tensó cada fibra de mi ser.
El sufrimiento, la desesperanza, los gritos, la sangre, el hambre, la enfermedad y la muerte; imágenes horripilantes que se sucedieron una tras otra y anegaron mis ojos en lágrimas. Quería gritar, quería huir, quería que parase. Cada imagen, cada palabra, cada sensación me apretaba y me dejaba sin aire.
El brazo izquierdo dolía como si estuviera roto a la vez que mil agujas lo atravesaban, mi muñeca derecha parecía haber sido envuelta en llamas, mi estómago pareciera que quisiera salirse de mis entrañas; mi piel parecía sudar sangre; mi cuerpo, débil y sin fuerza recordaba la sensación de arrastrarse pidiendo ayuda. El sentimiento de la desesperanza, del horror, del anhelo y el arrepentimiento, todos se sucedían cual bucle en mi mente mientras imágenes de muerte y destrucción se grababan a fuego en mis retinas.
¿Por qué dolía tanto? ¿Por qué ese pánico me paralizaba? ¿Por qué ese olor a podredumbre se colaba por mi nariz?
Era una pesadilla.
“Haz que pare.”
“Entonces haz que todo cambie.” Resonó una voz en mi memoria.
Fue entonces cuando volví de nuevo.
Los gritos asustados se sucedían a mi alrededor pidiendo ayuda. El dolor que hace un momento sentí fue sustituido por otros infinitamente menores, como si de golpes recientes se tratasen, a la vez que mi brazo derecho ardía como si hubiera sido quemado. Ante aquello, me mordí el labio inferior con fuerza y abrí los ojos, descubriendo así un techo alto, decorado con varios estucados y pinturas que, junto con la lámpara de araña le daban un aspecto refinado.
Conocía esos dibujos. Los había visto miles de veces durante mi infancia, en mi casa. Parecía que había pasado una eternidad desde que vi esa imagen por última vez, en un tiempo mucho más relajado. Sin poder evitarlo, una lágrima descendió por mi rostro al sentir la nostalgia que me evocaba el techo del recibidor de la casa, el que daba acceso a aquella escalinata tan grande donde muchas veces me imaginé descendiendo como una princesa. Ah, eran tan buenos tiempos…
Notando un nuevo pinchazo en mi brazo, hice una mueca y me moví un poco para ver cuál era la causa de ese dolor, pero justo entonces varias caras se pusieron en mi rango de visión.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —dijo una mujer vestida de doncella, en apariencia muy asustada y preocupada.
—¡No se mueva! ¡Tranquila!
—Dioses, ¡tiene que verla un médico! —gritó alguien.
—Eileen, ¡Eileen!
Confusa, desvié la mirada hacia aquella última voz, tan conocida y tan lejana al mismo tiempo.
—¿Madre? —susurré.
—Oh, Eileen, cariño —oí que respondía justo antes de sentir unas manos que me cogían y me abrazaban contra su pecho—. Leonhard…
—La llevaré rápido con el doctor. ¡Daos prisa y preparad un carruaje!
—¿Padre? —dije tras reconocer la voz, justo encima de mi cabeza.
—Tranquila, cariño, el médico te curará pronto. Tranquila, tranquila… —lo oí decir con cierto temblor en la voz mientras me apretaba un poco más hacia su pecho.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué todos se oían tan alterados? ¿Qué hacían mis padres tan cerca de mí? Hacía mucho tiempo que no nos veíamos… No desde que pasó todo aquello. Sentir el corazón desbocado de mi padre al apoyarme en su pecho me hizo sentir un poco feliz. Después de tanto tiempo, estaba tan cerca… Se preocupaba por mí. Otra pequeña lágrima descendió por mis mejillas, recordando el calor que había desaparecido. Pero, ¿por qué estaba tan preocupado? Otro pinchazo en el brazo me hizo moverme un poco, incómoda. Estaba herida. Sí, eso era. Pero no parecía tan importante… no dolía tanto. No como otras veces.
Un poco incómoda, giré la cabeza para ver qué se sucedía a mi alrededor mientras mi padre me llevaba en brazos.
Y fue entonces cuando lo vi.
Arriba, en lo más alto de la escalinata, un niño de unos diez años, nos miraba con los ojos muy abiertos con extremo terror. Pero no era la expresión de sus ojos lo que me hizo oprimir el pecho, sino su color, tan rojos, tan vívidos, exactamente iguales que una llama en movimiento. Unos ojos únicos, anormales y que escondían un gran secreto. Unos ojos que conocía bien y fueron el comienzo de todo.
—Eirian… —lo llamé, antes de que se cerrase la puerta.
—Todo está bien —dijo finalmente—. Estará unos días dolorida, pero mejorará sin problemas. Como mucho le quedará una pequeña cicatriz en el brazo.
El médico me dedicó una leve sonrisa de comprensión antes de seguir hablando con mis padres. Por mi parte, no presté atención a lo que estaban diciendo. Mi mente se había quedado en la casa, atrapada por esos ojos tan expresivos y que hacían temblar un poco a mi yo más temeroso.
Pero lo que más me hacía estar ausente, era lo que había pasado. Lo que había sentido, lo que había visto.
Nerviosa, apreté los puños hasta hincarme las uñas con fuerza, sintiendo el leve dolor en las palmas, recordando así, que no estaba soñando. Todo era real. Igual que la herida de mi brazo y las contusiones en mi cuerpo, la mirada de ese niño asustado, las reacciones exaltadas de mis padres… todo era real.
Me llevé las manos a la cabeza, abrumada. ¿Qué estaba pasando?
—Eileen, ¿te encuentras bien? —preguntó entonces mi madre, que se había acercado a mí de repente—. ¿Te duele…?
Sin decir palabra, me limité a negar con la cabeza y a mirar una vez más el rostro de mi madre, una versión más joven que mis últimos recuerdos de ella. Hacía tanto tiempo que no la veía… y más aún… así.
“Entonces haz que todo cambie.” Volvió a resonar en mi cabeza.
Un pequeño escalofrío recorrió mi espalda, que se veía tan frágil en esos momentos. Hacer que todo cambiara. Esos habían sido uno de los últimos recuerdos que tenía, unos recuerdos cargados de dolor, de miedo, de desesperación. Pero, con un leve toque de esperanza al final. La esperanza de alguien que lo había perdido todo.
La imagen de una ciudad en llamas repicó en mi memoria, acompañándose de una horrible sensación que mi cuerpo aún podía recordar. Sí… esa ciudad, de hecho, estaba muy cerca del lugar en el que me encontraba ahora. Sin embargo, todo se veía tan relajado…
Temblorosa, me levanté de la camilla en la que me habían sanado y, sin hacer ruido y aprovechando que mis padres y el doctor volvían a enfrascarse en la conversación, me dirigí hasta el espejo de pared que había en la sala, mirando así el pequeño reflejo en éste.
Una niña, de menos de diez años, miraba con asombro la imagen que se reflejaba. Era una niña menuda, de piel muy pálida y facciones bastante dulces, de grandes ojos de un extraño color plateado. Un largo pelo cobrizo de bonitos y gruesos bucles, caía hasta su espalda. Su vestido azul ahora se veía sucio con la sangre derramada de su brazo derecho, que había sido curado y vendado.
Impresionada, alargué el brazo sano para tocar el reflejo del espejo, sintiendo que un nudo se apretaba en mi garganta.
“Así que todo es cierto.” Pensé, sin poder apartar los ojos del rostro de la chiquilla. “He vuelto”.
—Eileen… —oí la voz de mi padre a mi espalda—. Volvemos a casa.
Asentí previo a girarme hacia mis padres, aún perdida en ese reflejo, y abandonar la clínica del doctor. Sin decir nada, padres e hija volvimos a nuestro carruaje, que nos esperaba en la entrada.
—No te preocupes por la herida, cariño —dijo mi madre, rompiendo el silencio—. Seguro que no se nota cuando cure…
Fruncí un poco los labios y volví a asentir. Sabía que lo había dicho con toda la buena intención del mundo, pero sabía que ese deseo no se haría realidad. Quedaría cicatriz. Eso, era algo que ya sabía.
Como muchas otras cosas.
“Que todo cambie, ¿eh?” pensé mientras miraba con disimulo el vendaje.
Suspiré y me dejé caer más en el asiento, asimilando todo lo que estaba viviendo. Así que había funcionado. Había vuelto. No era un sueño.
Aún en shock, miré a mis padres, que discutían con evidente preocupación.
“Sus caras se ven como entonces…” Pensé, recordando una escena idéntica tiempo atrás.
O más bien, casi idénticas.
“Haz que todo cambie…” Pensé de nuevo, dejando escapar un pequeño suspiro.
Yo ya había vivido esto antes. Esa herida, esa discusión, esos ojos asustados… Podía ver esa escena en mi memoria, algo que ya viví, algo que ya sucedió. Algo que me definió… y condenó.
Mi nombre era Eileen Deerfort, y había vuelto al pasado.
Y ese accidente había devuelto los recuerdos de mi vida pasada. Un accidente que, visto a posteriori, supuso un punto de inflexión en mi vida y para aquellos que me rodeaban.
Tragué saliva e intenté mantener la calma dentro de la tormenta de emociones y recuerdos que me acosaban. Emociones del pasado, sensaciones antiguas que se negaban a abandonarme desde que ese último golpe con las escaleras me hizo recuperar los recuerdos de mi vida pasada. Una vida de la que había conseguido huir… o más bien, que finalizó de la peor de las maneras posibles.
Las imágenes del terror se negaban a dejar mi mente, en un recuerdo vívido de mi situación final. La guerra, el hambre, la enfermedad, la muerte… Todo estaba condenado. Y entre todo ese sufrimiento estuve yo, una joven de veintidós años que vio cómo la vida que deseó poco a poco se transformó en una tortura constante, para al final, entre toda aquella penuria, no desear más que la muerte y… pensar que ojalá las cosas hubieran sido diferentes. Que yo hubiera sido diferente. Había hecho tantas cosas mal, había sido tan injusta, tan prepotente, tan odiosa… Al final, supe que era lógico que nadie quisiera ayudarme. Al final, recibí lo que merecía.
En mis momentos finales, me había arrepentido tanto de mi pasado, de mis acciones, de las consecuencias de mi estupidez… ¿De verdad que esto no era un simple delirio de alguien que estaba cercana a la muerte? ¿Aquella conversación no fue mi imaginación de moribunda? Pero todo ahora se veía tan real… No podía ser mi imaginación.
“De verdad he vuelto a mi niñez…” pensé mirando el rostro rejuvenecido de mis padres, que hablaban acaloradamente.
Tragué saliva, notando un leve escalofrío. Si de verdad estaba volviendo a vivir mi vida, sabía lo que significaba. La promesa.
“Haz que todo cambie.”
Esas palabras, dichas por una voz tan poderosa y lejana en mis últimos minutos de vida, en aires de una misión, una promesa a cambio de redimirme. No había sido devuelta aquí para disfrutar de una vida mejor, había sido devuelta para evitar una desgracia. Me encogí un poco sobre mí misma al pensar en ello. Sabía lo que pasaría.
Dentro de catorce años el reino será masacrado por la pobreza, la hambruna y la guerra. Una enfermedad mortal acabará con la mayor parte de la población mientras las ciudades arden por la anarquía, las batallas y la desesperación. La naturaleza causará estragos y al final de todo, el Señor Oscuro, liberado de su cautiverio, se hará con todo.
Inconscientemente, mi cuerpo comenzó a temblar al recordarlo. Vi tantas cosas, sufrí tantas heridas, vi morir a tanta gente sin poder hacer nada… Hasta que al final llegó mi hora, sola, asustada, abandonada y desesperanzada.
“No, no… No quiero volver a vivir eso.” Pensé, acumulándose el pánico de mi cuerpo.
—Eileen.
La voz de mis padres me devolvió al momento presente. Sus rostros, preocupados, habían dejado de discutir al verme temblar. En un acto reflejo, salté a sus brazos, buscando la seguridad y el amor que me había faltado tiempo atrás.
—Eileen, tranquila. No va a…
—Estoy bien —dije, abrazándome un poco más a ellos—. Solo quería… un poco de calor.
Mis padres, callados, me devolvieron el abrazo. Hacía tanto tiempo que no sentía algo tan protector como aquello… Ese calor, ese amor, lo perdí hace mucho tiempo. Y no fue más que mi culpa. Yo los alejé, yo rompí la estabilidad familiar, yo lo comencé todo.
“Qué estúpida fui…” Pensé con rabia, recordando todo lo que pasó.
Cuando me separé de ellos, ambos se veían con tristeza y preocupación en el rostro. Debían estar pensando algo como qué deberían hacer a partir de ahora. Y yo sabía por qué. Volví a mirar esa herida en mi brazo. El motivo de esa herida, ese fue el comienzo de todo. O más bien, mi actitud ante ello.
Cerré un momento los ojos, poniendo en orden mis pensamientos y emociones. Sí, había vuelto al pasado. Con la promesa de cambiar el futuro, de evitar que ocurrieran todas esas desgracias que acabarían con todo el mundo cuando llegase finalmente el Señor Oscuro. Y con ello, buscaría la forma de evitar que la vida de las personas a mi alrededor fuera desgraciada. Les debía una vida mejor a todos.
“Puede que mis arrepentimientos me hicieran prometer algo estúpido al final de mi vida…” reflexioné, pensando en todo lo que ello significaba.
Tragué saliva de nuevo, analizando la situación. Si había sido devuelta al pasado, sabiendo lo que sucedería en el futuro, tenía que hacer todo lo posible para evitar las desgracias. Pero para eso tendría que cambiar primero las banderas de la destrucción que se agolparían sobre mí si no hacía nada para evitarlo. Y todo ello, sería promovido por mi actitud. Mi actitud me llevaría al peor de los destinos si cometía los mismos errores. Yo solita arruiné la vida de muchas personas que, sumados a la desgracia general que se sobrevendría al país, me llevarían a arrepentirme demasiado tarde por todo lo que hice. Al final, solo pude odiarme a mí misma, lamentándome por todo…
Pero ahora podía cambiar. Tenía que cambiar. Y había recuperado los recuerdos en el momento clave. No podía dejar que se repitiese.
Y tenía que comenzar ya. La primera bandera de destrucción se abalanzaría sobre mí ese mismo día si no hacía nada para cambiarlo. Miré a mis padres, que habían vuelto a hablar del tema que nos separaría como familia si no hacía nada y que sería el comienzo de la construcción de una personalidad odiosa que me llevaría a la desgracia más absoluta.
“No dejaré que pase de nuevo.” Pensé con convicción, mientras unos ojos del dolor del fuego volvían a mi mente.
Hubo cinco eventos que condicionarían mi vida para siempre.
El primero de ellos, fue mi hermano mayor, Eirian.
Tenía buenos recuerdos de él y yo jugando juntos cuando éramos pequeños; nos llevábamos muy bien y yo siempre me apegaba a él todo lo que podía. Para mi yo más pequeña, mi hermano era la persona más importante de mi vida, siempre anhelando sus halagos, su sonrisa cálida, su afecto protector cada vez que me lastimaba… Para mí, mi hermano era una figura muy importante y especial. Incluso, mucho tiempo después, admitía que era incluso posesiva. Para mí era tan perfecto… que nadie podría estar a su altura.
Sin embargo, un día todo eso cambió.
Llegó un momento en que Eirian se volvió esquivo y reservado con todos los que se encontraban cerca de él. Dejó de relacionarse conmigo, intentaba estar en su habitación lo máximo posible, se encontraba más nervioso e irascible de lo normal… Recordaba haberlo perseguido muchas veces, intentando buscar la causa de ese cambio tan repentino, pero no encontré ninguna respuesta o reacción por su parte. Durante ese tiempo, me sentí confundida, apenada y muy frustrada. Cada día, esos sentimientos turbulentos se fueron acumulando en mi interior, buscando el motivo del cambio, sintiéndome culpable por algo que podría haber hecho…
Un día, esa ansiedad y frustración llegaron a su cénit.
Fue el día de mi octavo cumpleaños, cuando, cansada y dolida por su comportamiento, lo encaré y peleamos. Le eché en cara su conducta, le pregunté qué le había hecho, por qué parecía que me odiaba tanto… Nunca pensé que esas palabras serían su límite.
Eirian se desestabilizó y, antes de que me quisiera dar cuenta, varias bolas de fuego se propulsaron cual proyectiles alrededor, con la mala fortuna de que una de ellas me rozó el brazo derecho y, asustada, retrocedí sin percatarme de las escaleras que tenía a mi espalda, precipitándome por ellas.
Recordaba el caos que se formó en ese momento, mis lágrimas asustadas, mis padres en pánico y que los ojos de mi hermano, antes de un intenso color verde, se habían vuelto rojos anaranjados, del mismo color que el fuego.
Ese día fue el comienzo en que nuestra vida familiar se vino abajo, y solo muchos años después me pregunté que, si tal vez mi proceder hubiera sido diferente, las cosas no se hubieran sucedido de esa manera. Durante mucho tiempo eché la culpa a mi hermano, a mis padres, pero nunca pensé en la posibilidad de que yo fui el eje central de la tormenta que se desataría después. Arruiné muchas cosas ese día… de las que aún me arrepentía.
En mi vida pasada, desde ese día dejé de ver a mi hermano como un ser humano para verlo como algo no lejos de un monstruo. ¿El por qué? Por el incidente con el fuego. Ese día, mi hermano perdió el control y nos desveló a todos el secreto que probablemente llevaba tiempo escondiendo: magia.
En nuestro mundo, existía una minoría de personas que eran capaces de controlar aspectos relacionados con los elementos de la naturaleza. Algunos podían controlar el agua, la tierra, la luz, el aire… A esas personas se les dio el nombre de magos o brujos. De primeras podía parecer algo extraordinario y maravilloso, pero ese don tenía doble filo. Muchos de ellos no eran capaces de gestionar su poder, perdiendo el control y creando verdaderas catástrofes, por lo que poco a poco, la magia fue vista cada vez más como una maldición más que como una bendición. Sobre todo después de la Guerra Oscura, varios siglos atrás. Debido a que había poca información sobre ella, muchos lo consideraban más como una leyenda que un hecho real, pero se decía que hace mucho tiempo hubo una guerra entre los humanos y los magos, donde uno de ellos, destacó entre todos los demás, sumiendo a todos en un estado de oscuridad, dolor, represión y muerte. No se sabe muy bien cómo, pero un humano fue capaz de sobreponerse ante él y desbancar el poder maligno de la oscuridad, devolviendo así la paz al mundo y encerrando a ese ser en las profundidades. Nadie sabe cuáles eran los nombres del héroe o de su antagonista, pero la historia nombró a este último como El Señor Oscuro.
Después de eso, se sobrevino un tiempo de cambio, en el que la magia era repudiada y sus portadores, sometidos a una vida en las que no eran más que simples herramientas para sus dueños. Esa situación se continuaba hoy en día, por lo que cualquier persona que se descubría como mago, intentaba ocultarlo de todas las formas posibles, muchas veces sin éxito.
Eirian no fue una excepción, mostrando al final sus poderes de la peor manera posible. Desde entonces, temí y odié a mi hermano. Mis padres, superados por la situación, se alejaron de él y se volcaron en mí. Mi hermano abandonó nuestra casa obligado, para aprender a manejar sus poderes, comenzando así su vida sin libertad en la Corte Real, que fue donde sería “acogido” más como un esclavo que como un aprendiz. En su brazo siempre vería desde entonces aquel brazalete extraño que mantenía sus poderes bajo mínimo, arrebatándole su fuerza vital para que no fuese una amenaza… Una herramienta fácil de usar. Eirian crecería en un ambiente hostil, alejado del amor que una vez tuvo, odiado por la hermana que adoraba, evitado por los padres que una vez respetó… Al final, se volvió una persona fría y distante pero lleno de rencor por todo lo que le aconteció.
Con los años pude ver que la vida de Eirian fue un infierno. Un infierno que comenzó por mi rechazo. Él, al igual que yo, jamás pudo olvidar el comienzo de todo, el motivo de su cautiverio, el fin de su felicidad. Yo lo odié sin darle ninguna oportunidad, y él, por todo lo que se sucedió, tampoco pudo más que odiarme. De eso fui muy consciente cuando todo comenzó a venirse abajo.
No podré olvidar su risa psicópata, el dolor que sus heridas me provocaron, el miedo que sentí al ver dirigir su rabia contra mí, la satisfacción de su mirada ante mis lágrimas… Y la culpa en mi interior cuando me cercioré de su pasado, de su dolor…
Y ahora, ese día de mi infancia se repetía.
Con tristeza, miré mi brazo herido y volví a recordar los aterrados y culpables ojos de mi hermano. Hace años, no fui capaz de ver esa expresión asustada, ahora me fue muy fácil reconocerla. Mi hermano se veía tan arrepentido, tan asustado… ¿Cómo pude simplemente odiarlo por un accidente? Por algo que escapó a su control. Estaba segura que él nunca quiso herirme, más bien todo lo contrario.
“Fui lo peor…” me dije. “Y arrastré a mis padres en esto…”
Como dije, no fui la única que cambió su actitud con respecto a Eirian. Mis padres también. Pareciese que desde ese día solo tuvieran una hija; se dejaron llevar por el dolor, la culpa y la ignorancia. Se volcaron en mí, consintiéndome todo, demasiado. Probablemente, junto con mi propia actitud, ese fue el detonante que ayudó a formar a una chica que se creía con derecho a todo y que estaba por encima de todos. Una personalidad egoísta, infantil, cruel y estúpida… Alguien a quien te gustaría tener lejos.
Todo a causa de este día.
Y tenía que solucionarlo lo más pronto posible. Si este fue el pilar por el que todo empezó a desmoronarse sin darme cuenta, era el que tenía que sostener con más ímpetu. Tenía que salvar a mi familia. Tenía que evitar que nos volviésemos como en el futuro. Se lo debía a todos. Y a él… por esa vida mísera al que lo condené, tenía que conseguir que esta vez Eirian fuera feliz.
Porque mi miedo y odio a los magos nunca estuvo justificado. Eso lo aprendí demasiado tarde también.
—…no sé qué haremos… —escuché decir a mi madre, al borde de las lágrimas, devolviéndome a la realidad presente.
Me mordí el labio y comencé a darle vueltas a la cabeza. Si tenía que salvar a nuestra familia, tenía que empezar a moverme ya. Ante todo, tenía que evitar que Eirian fuese tratado como alguien externo, tenía que mantenerlo en casa. No podía permitir que mis padres lo alejasen, pero, siendo que la sociedad tenía verdadero reparo con los magos, para una familia como la nuestra, que constituía la casa ducal más importante del reino, tener un mago en la familia era… ¿deshonroso?
“Entonces tengo que empezar cambiando ese pensamiento.” Me decidí.
Era bastante plausible que mis padres estuvieran demasiado cohibidos por la situación para pensar qué era lo mejor, y, si me dejaba guiar por lo que pasó en mi vida anterior, mi actitud sería muy relevante. Entonces solo tenía que convencerlos.
—Papá, mamá… —hablé finalmente.
—¿Qué pasa, cielo? ¿Te duele algo? —preguntó mi padre con cierta ansiedad.
—No —mentí. Dolía, pero era un mal mucho menor a lo que podría haber sentido en otras ocasiones—. Eirian… ¿estará bien? —pregunté con mi voz infantil, intentando sonar lo más triste posible—. Él… se veía muy preocupado cuando nos fuimos. Y… asustado.
—Eirian… —mis padres se miraron, probablemente buscando la respuesta adecuada—. No lo sé. —Acabó contestando mi padre.
—Quiero verlo. —Les pedí.
—No, no —respondió mi madre, alterada—. Eirian ahora no… Sería peligroso. Podría volver…
—Él no me hizo esto porque quiso. —La interrumpí—. Fue mi culpa. Lo presioné demasiado.
—Eileen, no creo que comprendas…
—Eirian es un mago. Lo sé —interrumpí de nuevo—. Una niña también sabe lo que significa. —Les sonreí con tristeza—. Y sé que tiene que estar muy asustado ahora… Dejadme verlo, por favor.
—Eileen, podría hacerte daño de nuevo —dijo mi padre—. No sabemos cuánto poder tiene. Podría…
—Iré de todos modos. —Sentencié—. Podéis acompañarme o no, pero iré de todas formas. Y si me encerráis en mi cuarto, me las arreglaré para hacer lo que quiero.
Mis padres me miraron con asombro, como si no reconocieran a la niña que tenían delante. Estaba segura de que no era una imagen de una niña de ocho años normal que había sido atacada por un mago hacía un momento. Y en verdad, no lo era.
Cuando paró el carruaje, rápidamente salí de él sin esperar su permiso y me dirigí al interior de la mansión que era nuestra casa, ignorando a todos los sirvientes que intentaban hablarme y eché a correr hacia la habitación de Eirian, donde esperaba estuviese encerrado, seguramente, sin querer ver a nadie.
Cuando estuve en la puerta, y con el corazón en un puño, llamé.
—Eirian, soy yo, Eileen. Quiero entrar.
No obtuve respuesta.
—¿Eirian? —Volví a llamar, esta vez intentando abrir yo misma, pero algo estaba tapiándola—. Eirian, abre la puerta. —Pedí golpeando de nuevo.
—¡Vete! —oí desde dentro—. No vengas.
—¡No voy a irme! —exclamé—. Déjame entrar.
—¡No! ¡No quiero que me veas! Yo podría…
—No vas a hacerme nada. —Lo interrumpí—. Y no ha pasado nada. El brazo…
—¡No! Lo vi, sé lo que hice. Te volveré a hacer daño. Yo soy…
—Eirian, abre la puerta. —Golpeé—. Déjame juzgar por mí misma.
—No.
“¿Pero este niño…?” Noté que mi humor empezaba a malograrse por momentos. ¿Por qué era tan cabezota? ¿No veía que quería ayudarle? ¿No veía que así podrían acabar las cosas mal para todos?
—¡Abre la puerta! —grité, golpeando con más fuerza—. Abre la puerta o ser un mago será el último de tus problemas —exclamé en un momento de rabia.
Seguí golpeando, pero no obtuve respuesta esta vez. Frustrada, continué llamando pero no me hacía caso. Al final, varias personas, incluidos mis padres comenzaron a llegar por los pasillos, atraídos por mis quejas y golpes.
—Eirian por favor… —dije tras un rato, no sabiendo qué hacer para que abriese la puerta—. Estoy bien. No fue nada… Fue mi culpa. Nunca debí presionarte tanto. Sé que no me odias, y yo a ti tampoco… Por favor, abre la puerta. No me alejes. No me apartes de tu lado de nuevo… —supliqué, consumida por la culpa del pasado, por la vista del Eirian de mi vida, por querer cambiar el destino de éste.
Me quedé ahí, esperando, impotente y sin saber qué debería hacer para que me abriese su corazón. Sentía las lágrimas apoderarse de mí cuando, tras un sonido interior, la puerta se abrió.
A mis ojos apareció un niño, más alto que yo y con los ojos irritados de haber estado llorando. Su pelo rubio dorado como el sol estaba desaliñado y su cara, estaba sumida en la culpa. Sus ojos, de un fuego intenso, me miraron.
Dejando unas lágrimas caer, me lancé a sus brazos y comencé a llorar.
—Lo siento, Eirian, lo siento, lo siento —me disculpé. Por el niño que tenía delante, y por el hombre de mi vida pasada. Por la vida que arruiné y aquella que quería salvar.
El niño, sorprendido ante aquella reacción, se quedó rígido al principio, pero luego me devolvió el abrazo y enterró su rostro en mi pelo.
—Te hice daño. Lo siento, Eileen…
—Fue mi culpa —le dije—. No sabía qué estaba pasando. Sé que lo hiciste sin querer. Perdona por decir cosas tan feas…
—No, yo… Lo…
—No pidas perdón —lo interrumpí entre lágrimas—. No tienes la culpa.
—Yo… no quería que me odiases. —Noté que sus lágrimas caían en mi pelo—. No quería sentirme así…
—No te odio —le dije, poniendo todo mi corazón en esas palabras, palabras que sentía no haber dicho mucho antes.
—No quiero irme —confesó, sabiendo que se refería a abandonar la casa por su condición. Era sabido que los magos acababan en instituciones para formarse o para ser vendidos.
—No te irás. No lo permitiré. No quiero que me dejes —contesté, dejando caer aún más lágrimas.
No sé cuánto tiempo nos mantuvimos así, llorando y abrazándonos; él dejando correr sus sentimientos ocultos, sus miedos e inseguridades; yo anegada por la culpa, el alivio y la felicidad de saber que había recuperado algo que no sabía que había perdido. No fui consciente hasta ese abrazo que había echado mucho de menos esos días, su calor, su amor. Fui tan estúpida en el pasado… Esta vez, no dejaría que eso sucediese.
Cuando finalmente nos apartamos y fuimos conscientes de nuestro alrededor, fue cuando vimos a varias personas del servicio y a nuestros padres que, también llenos de lágrimas, nos habían observado en silencio. Limpiándome los ojos, agarré una mano de Eirian y lo conduje hasta mis padres.
—Somos una familia —les dije—. Tenemos que estar unidos.
Mi madre volvió a derramar más lágrimas y nos abrazó a ambos, haciendo que Eirian llorase más entonces y comenzase a disculparse de nuevo. Cautelosa, desvié la mirada hacia mi padre, que nos observaba con una leve sonrisa de tranquilidad y alivio, pero sobre todo, con ojos llenos de amor. Fue entonces cuando supe que lo había conseguido.
Los cambios de mi vida, habían comenzado a moverse.
Prólogo
La Alegoría del Alma Prólogo
Una vez creí que merecía todo en la vida.
Dinero, prestigio, inteligencia, belleza, poder, amor… Siempre creí que eso era algo destinado para mí. Una vida llena de lujos, de alabanza, envidiada y deseada por todos; alguien por quien luchar a contentar, alguien por quien desvivirse a servir, alguien a quien deseasen amar. Alguien que alcanzaría cualquier cosa que quisiera.
Y en realidad, así fue. Nunca hubo una cosa que se me resistiese, nunca hubo nada que me faltase, nunca necesité bajarme de mi línea de visión. Me gustaba sentirme deseada, envidada, adulada… Creía ser el centro del universo.
Sin embargo, las cosas no eran eternas. Y mi vida perfecta, tampoco.
Igual que este fuego que engullía a la ciudad con rapidez, mi vida se deshizo cual azúcar en agua. Abandonada por mi familia, sin ningún tipo de sostén económico, sin un título que me alzase, sin amigos, sin respeto, sin mi prometido… ni mi dignidad. Todo se había esfumado.
Ya no me quedaba nada más que el rencor de las personas, el asco, el desagrado, la crueldad, el dolor que todo fue dejando a su paso y la desesperanza que acabó sumiéndome por completo.
Ahora, todo eran cenizas vacías que se iban con el aire. Mi vida soñada, mis aspiraciones y deseos… ¿A esto me habían llevado? ¿Mi tenacidad me lo había quitado todo? Al final, ¿para qué había seguido ese camino?
No me quedaba nada. Todo lo que ansiaba se había desprendido de mí.
Pero no era eso lo que anhelaba ahora, no, sino todo lo que ya había perdido por el camino sin saberlo, hasta que fue demasiado tarde. A lo largo de los años, a través de mis acciones, de mis gestos, de mis palabras.
Todo por mi egoísmo. Todo por mi culpa.
Aunque al principio me rehusé, aunque le eché la culpa a los demás y busqué mil excusas, todo era mi culpa. Y acabé aprendiéndolo de la peor manera posible. El dolor, la humillación, la vergüenza, la soledad, la angustia y desesperanza se habían encargado de ello. Demasiado tarde para arrepentirse, demasiado tarde para arreglar las cosas, demasiado tarde para redimirme.
En el fondo, me lo había buscado. Yo lo sabía. Mi personalidad tan horrible me había llevado a esta situación. No fue mi prometido, ni mis padres, ni los nobles, los que creí mis amigos, los sirvientes… Al final fui yo quien tomó siempre las malas decisiones y, cuando supliqué ayuda, nadie vino a salvarme. Porque no había nadie que me quisiese, y aún menos había motivos para hacerlo.
Solo la guerra y la enfermedad me habían permitido salir de ese cautiverio. La muerte y la destrucción me habían liberado de la jaula… para probablemente verme caer de nuevo.
Ver las casas de la ciudad arder me hacía ser consciente de ello. Las calles que una vez fueron grandes avenidas donde los nobles se paseaban con orgullo, donde la vida y la luz engalanaban cada rincón; donde una vez disfruté pasear. Ahora, en esta noche invernal, el fuego lo teñía todo de tonos anaranjados, el humo arañaba los ojos y los cadáveres decoraban las calles.
Con un nudo en el estómago, anduve por esas calles, con mis pies descalzos notando cada pequeño bache en el suelo. El camisón beige, levemente rasgado en sus bordes por el paso del tiempo, se había vuelto gris por la ceniza. El ambiente frío se camuflaba por el calor que desprendían las llamas, pero eso no impidió que caminase abrazándome a mí misma ante el horror que mis ojos veían.
Descorazonada, miré a cada rincón, buscando cualquier signo de vida, pero solo podía ver más que cuerpos inertes, algunos con evidentes heridas mortales, otros sin ningún rasguño aparente, mas el olor que desprendían te avisaba de las causas de la defunción.
Cohibida, llegué hasta una plaza, antaño rebosante de vegetación, donde una hermosa fuente solía atraer las miradas de las personas. Recordaba haberla mirado maravillada tiempo atrás, admirando las esculturas femeninas que, representando a ninfas, parecían juguetear en el agua. Ahora, con algunas de esas esculturas quebradas, la estructura daba un aspecto deprimente y fantasmagórico más que otra cosa; incluso los rostros de las estatuas, que siempre me parecieron bellos y sonrientes, ahora parecían mirar con horror a la ciudad que se consumía.
“La belleza es efímera… incluso para las estatuas.” Suspiré para mis adentros “Es una pena… era muy bonita…” pensé mientras recogía un fragmento de una de las esculturas caídas.
En cierta forma, lo que le pasó a la fuente me recordaba a mí misma: algo bonito y admirado que se había vuelto pedazos.
Entristecida, dejé el pedazo sobre el filo de la fuente, donde el agua aún se contenía en su interior, ahora turbia. Fue entonces cuando, bajo el ambiente pesado de la ciudad en llamas, vi mi rostro.
Quitando la leve suciedad que se había pegado a su piel, un rostro de grandes ojos, pálido y despeinado miraba con sobrecogimiento al agua. Por un momento me sorprendí al mirar ese rostro después de tanto tiempo. Había cosas que habían cambiado; se veía sucio, más delgado que antes, haciendo parecer sus ojos plateados más grandes aún de lo que eran, bajo los cuales, la piel se había vuelto demasiado pálida. Sus labios, antaño tersos y seductores, se veían ahora resquebrajados por mordérselos tanto. Su pelo, que siempre le gustó mantener cuidado, ahora estaba desarreglado por la huida, haciendo que sus bucles cobrizos pareciesen una maraña.
La joven que antes parecía una princesa ahora se veía como una completa mendiga. A veces, la vida devolvía las cosas de la forma más justa.
—Qué irónico. —Me reí sin ganas—. Yo, la que siempre se creyó por encima de los demás. Ah… quien me viese ahora…
“De seguro se alegraría.” Terminé en mis pensamientos.
Sobrecogida, me mordí los labios con fuerza hasta notar el sabor de la sangre en mi boca. Qué humillación tan grande… Mi dignidad había sido arrojada al suelo una y otra vez desde ese día…
¿Cuántas veces me había arrepentido de todo desde entonces? ¿Cuánto más tendría que pagar?
“¿Tengo que pagar toda una vida?” pregunté al cielo nocturno con lágrimas en los ojos.
—¿Qué más tiene que pasarme para redimirme…? —susurré.
Como si de una señal se tratase, algo sonó a mi espalda. Acostumbrada a reaccionar ante el más mínimo ruido, retrocedí unos pasos mientras me giraba al mismo tiempo para ver qué había provocado dicho ruido.
Fue entonces, cuando confirmé que, en efecto, el destino parecía que quería devolverme todo el mal que había causado.
Podría haber echado a correr, podría haber gritado, pero solo me quedé ahí, paralizada ante lo que veían mis ojos.
Habían pasado años desde la última vez que lo había visto, pero, aun pasando mil años, jamás podría olvidarlo.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Quién tenemos aquí? ¿No es la… Joya del Imperio? —habló con evidente burla en la voz.
Sin afán de contestar, me limité a quedarme ahí, mirándolo mientras mi cuerpo comenzaba a temblar ligeramente, sucumbiendo al temor, pero sin capacidad de huir.
—Oh, nunca imaginé verte así —continuó—. Pero mentiría si dijese que no lo he deseado. Cada día.
Comencé a respirar entrecortadamente, asustada. Cada fibra de mi ser me pedía huir, llorar, gritar de terror, pero era incapaz de moverme aun sabiendo lo que podría pasar. Aun sabiendo que mi vida podría acabar en ese momento.
Sin embargo, no me movía. ¿Era por el miedo? O tal vez… ¿era la culpa?
Me mordí el labio inferior de nuevo y cerré los ojos un momento, intentando evitar que las lágrimas cayesen. Cuando los volví a abrir, ahí seguía. Tan majestuoso, tan enigmático, tan hermoso y atemorizante. La persona que más me odiaba en este mundo y que más razones tendría para desearme la peor de las suertes.
Ante mí estaba la persona que una vez di de lado, a quien traicioné cuando más me necesitaba. A quien quise… hasta que se impuso mi estupidez.
—Creo que ya va siendo hora de que ajustemos algunas cuentas, ¿no crees? —me sonrió, de esa forma que helaría la sangre a quien la viese.
—Yo… —conseguí retroceder un par de pasos, pero antes de que me diese cuenta, ya había sujetado una de mis muñecas tan fuerte que me hizo jadear.
—No vas a ir a ninguna parte. Tenemos que recuperar años de separación —canturreó.
Asustada, mi cuerpo comenzó a reaccionar por fin, dejándose llevar por el instinto de supervivencia. Pero yo era débil, y él demasiado fuerte, quedando de rodillas sin poder evitarlo.
—Por favor…
—Oh, ¿vas a suplicar? —se rio—. Eso me gusta. Hazlo. Hazlo, como lo hice yo en su día. —Un dolor quemante se extendió por la muñeca, haciéndome gemir de dolor—. Siente la misma desesperación que yo.
Dolía, quemaba cual agua hirviendo sobre la piel. Pequeñas lágrimas se deslizaron por mi rostro mientras él se reía.
—Oh, ¿duele? —Me levantó la barbilla, para mirarlo a la cara—. Esto es solo el principio.
Supe entonces que no saldría de ahí con vida. Su sonrisa, su voz y su mirada me lo decían. Y lo peor era que en el fondo, sabía que me lo merecía. Por todo el dolor que le provoqué.
Ante mí estaba la persona por la que comenzó todo, la persona por la mi vida siguió este camino. Y yo era quien había destrozado la suya.
Hubo una vez que pensé en él como mi persona más importante, y puede que yo fuera también la suya hasta que nos alejamos. Hubo una vez que lo buscaba a cada rato, luego lo traicioné. Y también… hubo una vez que lo quise, antes de que lo odiase.
Sin embargo, hubo una cosa que nunca cambió.
Y era esa mirada, tan única, tan cálida, tan hermosa… Los ojos que nunca podría olvidar ni dejar de admirar.
Ni siquiera cuando muriera bajo la mirada de esos ojos.