El Universo de Athena

View Original

La caída de una casa guerrera

I

Hubo un tiempo en el que fuimos un gran reino.

Vastos territorios, grandes llanuras, hermosos bosques y valles, profundas minas, altas montañas, una riqueza sin igual. Una historia llena de sabiduría, de honor, de crecimiento, de lealtad y valor. Una vez fuimos la cuna del mundo, de donde se decía que provenían los dioses, de donde tantos mitos y leyendas habían nacido.

Una vez fuimos esos hijos de los dioses.

Sin embargo, ahora… todo se derrumbó.

¿Era por culpa de nuestra historia? Las glorias pasadas, el vislumbre de un posible enemigo más fuerte, la confianza inútil… o la visión de un monarca inútil. ¿Era eso por lo que ahora estábamos sufriendo todo esto?

Si así era, cuán tontos habíamos sido. Habíamos pecado de confianza, de egoísmo, de torpeza y narcisismo. Nuestro rey y con él, todos los nobles que lo habíamos apoyado, que lo habíamos seguido. Y por esa acción, ahora todo el pueblo sufriría las consecuencias.

La sangre, la destrucción, la muerte llamaban a nuestra puerta con fiereza.

¿Ya era demasiado tarde? Sí… seguramente, lo fuera.

Oh, dioses míos, apiadaos de nosotros, porque todo este horror era algo que acabaría sin duda con la mayoría de nosotros.

Con esa plegaria, el corazón encogido y la respiración acelerada, me detuve en mi carrera para observar con horror la imagen que se proyectaba desde la ventana.

La ciudad, la capital, estaba sumida en la amplia luz anaranjada y cálida del fuego. Lo que pensaba que sería una noche algo tensa, se había convertido en una pesadilla.

La enorme ciudad que había visto con admiración mientras crecía, la ciudad que había considerado hermosa y con cientos de años de historia, estaba ardiendo. Nuestros atacantes finalmente habían llegado y aun aunando todas nuestras fuerzas, no fuimos lo suficientemente fuertes para detenerlos.

El ejército enemigo se cernía sobre nosotros mientras la ciudad era arrasada. Los ciudadanos corrían despavoridos mientras intentaban salvar la vida, los guardianes reales intentaban mitigar la tragedia que no tenía control.

Henchida de rabia y frustración, apreté los dientes mientas miraba esa escena.

¿Cómo había podido suceder todo esto?

—¡Ya vienen!

—¡No dejéis que entren a la mansión!

—¡Cerrad las puertas!

Impotente, observé lo que ocurría sin saber qué hacer. La ciudad había caído, el enemigo se acercaba cada vez más, los guardias caían uno tras otro sin poder detener a los agresores, los ciudadanos serían masacrados o convertidos en esclavos en el mejor de los casos.

¿Por qué? ¿Por qué se había vuelto todo así? ¿Por qué habían ido a por nosotros de esa manera?

Sujetando el marco de la ventana, apreté los puños mientras elevaba la vista al cielo nocturno, donde una gran luna de sangre vislumbraba la deprimente ciudad.

—¡Está aquí!

Antes de que me diera cuenta, alguien me agarró del brazo y tiró de mí. Rápidamente, me revolví y zafé de su amarre, preparada para responder cualquier golpe. Pero me detuve.

—Jeffrey…

—¡Mi señora! —exclamó el hombre de mediana edad con ansiedad—. ¡La estábamos buscando! ¡No puede quedarse aquí!

—La ciudad…

—¡El general nos ordenó llevarla a su despacho! —gritó este mientras volvía a tirar del brazo.

—¿Padre ha vuelto? —me sorprendí—. Pero…

—¡Hay que darnos prisa!

Sin más explicaciones, comenzó a llevarme por los pasillos del castillo mientras veíamos correr a multitud de personas; algunos queriendo huir, otros sin saber dónde ir y otros preparándose para el combate.

—Jeffrey, ¿cuál es la situación de todo esto?

—No pudimos contenerlos —dijo tras una larga pausa—. Fuera, no fuimos capaces de plantarles cara. Su ejército… ese… ese combatiente… No fuimos capaces de hacer nada.

—¿Cómo está mi padre? ¿Y mi madre? —pregunté, llena de preocupación.

—Señorita…

—¡Dímelo!

Sin embargo, solo recibí silencio y una mirada de rabia y frustración contenida, lo que hizo sacudir mi corazón.

¿Qué había pasado?

Temiendo lo peor pero incapaz de hablar, dejé que me condujeran a nuestro destino, el despacho personal de mi padre, al que entramos abriendo las puertas con fuerza, algo inadmisible en un día común.

En el momento en que entramos, pude vislumbrar la habitación en la que tantas veces había intentado refugiarme a escondidas de mis doncellas y de los guardias, buscando entre esas estanterías todos los libros que hablaban de nuestra historia, de nuestro legado, de nuestro futuro. Un lugar donde me quedaba horas estudiando para futuras investigaciones; un lugar donde soñé muchas veces.

—¡General!

Y en medio de todo, apoyado sobre el escritorio de ébano de tallas precisas, había un hombre alto y de espalda ancha que nos daba la espalda. Ataviado en un traje de combate que, por sus adornos podríamos decir que pertenecía a un noble, parecía una persona imponente manchada de sangre. Sin embargo, cuando se volteó hacia nosotros sujetándose con una mano el abdomen, no vi un rostro feroz, sino el de un hombre que se veía cansado.

—Padre…

—¡La hemos traído en cuanto la encontramos, su excelencia!

—Tráela. Tráela…

—¡Padre!

Sin pensar mucho más, me precipité hacia él para sostenerlo, que parecía que iba a caerse en cualquier momento. Asustada y sorprendida a partes iguales, vi con horror la sangre que manaba con lentitud desde su abdomen, tiñendo sus ropajes de combate. Los vendajes que llevaba apretados contra este no parecían ser efectivos.

—¿Cómo…? —me mordí el labio, frustrada—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué pasó ahí fuera? ¿Dónde está madre? Tenemos que llevar…

—Escucha… Escucha, hija —me interrumpió mi padre mientras se incorporaba de nuevo—. La ciudad… ha caído. En la batalla no pudimos hacerles frente. Todo… estaba… —hizo una mueca de dolor—. Nos superaban. Su ejército…

—Nuestro pueblo se orgullece de tener los mejores guerreros del continente. No puede…

—Pero no lo tenemos a él con nosotros —me interrumpió mi padre.

—¿Qué?

—Ahí fuera… Su ejército no era normal. Había cosas para las que no estábamos preparados. Personas que escapaban de nuestro control. Habilidad, fuerza, destreza… —sacudió la cabeza—. Ese grupo no era normal. Y luego estaba él.

—¿Él? —pregunté llena de confusión.

—El comandante —apretó los dientes—. Aquel que ahora es el príncipe heredero. El libertador.

Me quedé sin saber qué responder por un momento. ¿Había dicho esa palabra? ¿Libertador? Parpadeando un par de veces por la impresión, miré a mi padre, cuya mirada parecía estar muy cuerda.

—Pero… eso eran leyendas…

—No es una leyenda. Es real —dijo mientras me agarraba de los hombros con fuerza—. Una persona con un aura diferente, con una fuerza excepcional, con esa mirada y… esa marca. El símbolo de los dioses.

Sorprendida ante aquellas palabras, me quedé callada, esperando a que continuase mientras una sensación de intranquilidad se alojaba en mi interior.

—Fue demasiado. Él y su grupo de… elegidos, eran algo excepcional. Cada uno liderando una parte del ejército a la perfección. Y él… —cerró los ojos un momento, abatido—. Nos fue imposible. Nos… masacraron.

Contuve la respiración ante esas palabras. ¿Qué estaba diciendo? ¿Todo eso era real? ¿Un elegido? ¿Un libertador? ¿Un grupo excepcional? ¿Por… nosotros?

—¿Cómo… cómo puede ser? ¿Y los demás? ¿Y la casa real? —pero solo recibí un silencio que me hizo estremecer—. No puede ser… ¿Han… caído? —Tragué saliva mientras sentía que mi cuerpo comenzaba a temblar un poco—. ¿Dónde está madre? ¿Dónde? Padre, ¡dímelo! —urgí mientras lo agarraba de los brazos.

—Ella… Se fue —dijo con dolor en la voz—. Mientras luchaba, ellos… No pude hacer nada para salvarla.

Se le escapó un sollozo; notaba su cuerpo temblar ligeramente mientras intentaba controlar su espíritu. Yo me quedé petrificada, con los ojos bien abiertos, mientras asimilaba la información. ¿Mi madre había caído en batalla? ¿Ella? ¿La máxima comandante de nuestro ejército había caído en combate? ¿La mujer invicta? ¿La única mujer que había conseguido vencer a mi padre?

—No. No. Dime que no es cierto —dije finalmente mientras notaba que las lágrimas se acumulaban en mis ojos—. No es posible. No…

Hice todo lo posible por aguantar las lágrimas, como bien me habían enseñado, aplacando la respiración y silenciando lo máximo posible los rápidos latidos de mi corazón. Pero no pude evitar que mi cuerpo temblase.

Aquella revelación me dejó en shock. Algo así no podía ser real. Mi madre no podía haber sido vencida. No podía haber caído. Mi madre… Pensar en que no volvería a verla, que alguien había apagado su sonrisa, sus ojos risueños, su fuerza y valentía… No, simplemente no podía ser real.

No podía ser…

—¡…anna! ¡Escúchame! —gritó mi padre mientras intentaba sacarme de mi ensimismamiento—. ¡Hay que moverse! ¡Tienes que salir de aquí!

—¿Qué…?

—La mansión caerá. Y el palacio real. Lo sé. Después de ver lo que he visto, estamos condenados. Todo. Nuestro pueblo, esta ciudad, nuestra familia y legado… —le temblaba la voz, aunque ya no sabía si por la debilidad de su cuerpo o por sus sentimientos encontrados—. Tienes que salir de aquí.

—¿Qué? No, no. No —me aparté de él, percatándome de lo que quería decir—. No pienso irme de aquí. Lucharé. No abandonaré.

—No —dijo con voz autoritaria.

—¡No puedes pedirme que me vaya en esta situación!

—Es precisamente por eso que lo hago. No tenemos opciones. Pero tú puedes…

—¡No pienso huir cual cobarde! —exclamé, llena de rabia—. El enemigo viene a por nosotros, ¿y me dices que huya? ¡No puedo hacer eso! Nuestro pueblo, nuestra gente, mi madre… No puedo irme. Dios, ¡¿qué está haciendo la casa real con todo esto?!

—Caerán. Y tú te irás. No voy a discutir en esto —dijo mientras le hacía un gesto a Jeffrey.

—¡No! —grité mientras me revolvía y deshacía su agarre—. Esto no está bien. No es justo para el pueblo. Si lo que dices… Si lo que dices es cierto, si estamos condenados, un gobernante tiene que estar junto a su pueblo hasta el final. Dar la cara, luchar por ellos, por nosotros. No voy a… —pero me callé al ver la mirada desolada y cansada de mi padre.

—¡Todavía no eras la princesa de este reino! ¡No puedes hacer nada! —gritó, haciéndome enmudecer.

Con los ojos bien abiertos, lo miré como si me hubieran clavado un puñal. Su mirada, que pasó del enfado al arrepentimiento, fue bastante clara. Dolida, desvié la vista mientras intentaba esconder el temblor de mi cuerpo.

—Anna… Entiendo perfectamente cómo te sientes —habló de nuevo, más calmado, e hizo una mueca de dolor—. Sé que lo que estoy diciendo va en contra de lo que te hemos enseñado. Sé que lo ves rastrero. Sé que… quieres luchar hasta el final con todas tus fuerzas. Pero no puedo dejar que lo hagas. Ni yo… ni tu madre.

—P-Pero… —ahogué mis palabras, demasiado conmocionada como para pensar con fluidez—. Sé que… Sé que…

—Todo va a desaparecer —me interrumpió, cada vez con mayor dificultad en sus palabras—. No tenemos salvación. Ni nosotros, ni nuestra familia. Ni siquiera la familia real. Acabarán con todos por todas las acciones que elegimos en el pasado. Seremos aniquilados… para luego ser olvidados o recordados como meros monstruos.

—Pero no lo somos —dije con frustración, evocando mis sentimientos a la compleja situación—. ¿Por qué? ¿Por qué ahora?

—Tal vez las escrituras siempre fueron en nuestra contra.

—Esas mismas escrituras decían otras muchas cosas, padre.

—En efecto. Pero… henos aquí —sonrió con tristeza.

—No es justo. No es…

—Nuestra existencia nunca lo fue —me interrumpió con pesar—. Anna, escúchame. Si nada va a quedar de nosotros, si no hay piedad, si no tenemos oportunidad… déjame al menos darte la libertad. Déjame darte aquello que quisiste antes de obligarte a vivir esta vida… Ve el mundo. Vive, explora, investiga, siente… Sé que lo que estoy pidiendo es egoísta. Sé que no estoy haciendo lo más noble. Pero… vive. Vive, por nuestra familia, por la ciudad… por nuestro pueblo. Vive por todos nosotros, Arianna.

Sobrecogida ante esas palabras, me quedé callada, observando el rostro de mi padre. Había dicho muchas cosas, la mayoría con un gran peso emocional y también significativo. No solo estaba diciendo que me salvara, sino que me estaba haciendo la última representante de nuestra gente, la última que sabría lo que aquí ocurrió, la única que los recordaría con amor. La única que sabría la otra verdad.

Libertad… Desde hacía mucho tiempo, quería conocer el mundo más allá de los límites de nuestro reino. Desde siempre quise saber, conocer, aprender, ver mucho más allá. Pero, sabía que el mundo exterior era peligroso, que podría salir herida, que mi restringida vida como única hija del duque de Kouth no me lo permitiría jamás. Pero ahora… se me daba esa oportunidad.

Un ruido lejano de explosiones hizo que el suelo temblase un poco, así como mi corazón. Desvié la mirada hacia la gran ventana del despacho; el humo y la luz de las llamas se veía en la lejanía.

Este lugar, como bien había dicho, desaparecería. Y yo… ¿querían que me fuera? ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué la única hija de los mejores guerreros del reino tenía que huir?

—Sé que quieres hacer lo correcto —habló de nuevo mi padre—. De verdad que lo sé. Pero ahora… Solo permíteme ser egoísta. Es mi último deseo, ya no como general, sino como padre.

—Padre, yo…

Un ataque de tos repentino me hizo dar un respingo, horrorizándome al ver que mi padre había escupido sangre.

—No me queda mucho tiempo… Debes irte —dijo finalmente, mirándome.

—No, no… No, padre, espera. Puedo…

—No tiene sentido intentar sanar estas heridas. Las fuerzas que me quedan… las usaré para ayudarte a escapar.

—No, no… No padre, por favor…

—Arianna, mi pequeña princesa —dijo mientras me tomaba de las manos—.  Siempre fuiste el orgullo de nuestra familia. Por mucho que tengas tus reservas y dudas, estoy seguro de que todos esperaban con alegría el día en que ascendieras al trono cuando te unieras al príncipe heredero. Tu valor es… incalculable para todos nosotros. Sé que tu madre y yo fuimos estrictos, sé que no fui todo lo comprensivo que debía ser, sé que fui muy exigente. Ahora… Solo espero que puedas perdonarme y que… seas libre.

—No, eso no importa —dije mientras notaba a Jeffrey de nuevo acercarse, tomándome de un brazo—. No puedo dejar las cosas así… Yo… No merezco… —me tragué mis palabras, inundada por la situación—. No quiero perderos.

—Estaremos siempre contigo. En tu memoria… y corazón —dijo con voz temblorosa—. No nos queda mucho tiempo. Hay un pasadizo que recorre toda la ciudad y da al bosque.

—Si hay algo así podemos evacuar a más gente. Si nos damos…

—La población ya no podrá llegar a nuestro territorio —dijo mi padre, como si hablase con una niña—. Solo nuestra familia podría abrir ese lugar. Confío en que sabrás cómo —sonrió con tristeza mientras me colocaba sobre los hombros una capa con capucha que ya le había visto portar a Jeffrey—. Ahora vete. Y… vive, Arianna. Adiós, hija.

Lo último que vi de esa habitación antes de ser sacada, fueron las lágrimas de mi padre, aquellas que nunca antes le vi derramar, mientras volvía a desearme que viviera.

Arrastrada por los pasillos, no tuve fuerzas para oponerme, reviviendo esa imagen una y otra vez en mi cabeza.

La gente iba y venía, el sonido del llanto, el olor del humo que empezaba a mezclarse con sangre, el sonido del asedio al castillo mientras los gritos se escuchaban cual eco en la distancia.

Se estaban acercando.

Nuestros enemigos pronto asediarían nuestro hogar; todo terminaría.

«¿Todo… va a acabar?» Pensé mientras me dejaba llevar.

Todo parecía ralentizarse, parecía lejano, distante, como si fuera un mero espectador de lo que veía. Reverberando el sonido de mi corazón en mis oídos, el fluir de mi sangre parecía ser lo único que me conectaba con esa pesadilla.

Hace semanas, solo estaba malhumorada mientras pensaba en lo fastidioso que era organizar un baile como futura princesa. Hace una semana estaba feliz por salir fuera del palacio. Hace un día estaba ensimismada en mis investigaciones. ¿Cómo se había tornado todo en esto?

¿Por qué estábamos en guerra? ¿Por qué íbamos a perecer? ¿Por qué parecía que no podríamos hacer nada? ¿Por qué nuestro sino estaba marcado con sangre?

¿Qué habíamos hecho para que el mundo nos diera la espalda?

¿Era nuestra historia? ¿Nuestro pasado? ¿O nuestro poder oculto?

El sonido de una nueva explosión me hizo volver en mí. ¿Desde cuándo estaba clavándome las uñas en las palmas de las manos? Notaba el sabor de la sangre en mi labio, y la tensión en mi cuerpo mientras corría por esos pasillos.

Ya habíamos descendido varios pisos; corríamos ahora por el primer piso, un lugar poco visitado por los aristócratas al encontrarse más dependencias del servicio que otra cosa. Pero… era un lugar que conocía muy bien.

Una imagen de ayer asaltó mi mente, haciéndome abrir mucho los ojos de repente.

—¡Espera! —grité a Jeffrey, haciéndolo parar en seco tras tirar de él.

—Señorit…

—¡Tengo que ir a un lugar! —exclamé mientras comenzaba a correr en dirección contraria.

—¡No podemos! No tenemos…

—¡Será un momento! —dije mientras esprintaba.

Sabiendo que me seguía, llegué lo más rápida que pude a una habitación algo aislada de esa planta, una habitación amplia pero llena de todo tipo de artilugios. Un lugar en el que había pasado muchas horas.

—Esto… Es…

—Así es —dije mientras atravesaba la estancia.

Sabía que no teníamos mucho tiempo, y había aún menos para sentirse impresionado, pero suponía que no podía evitarse hacer esa cara de asombro si entrabas aquí por primera vez. O al menos… eso había visto.

Este lugar era el famoso laboratorio de la señorita Kouth. El lugar donde pasaba tantas horas, el lugar donde llevaba a cabo mis investigaciones y estudios. El lugar donde comencé a refugiarme cuando todo se me hacía grande. El lugar donde pensaba que encontraría lo que me faltaba, lo que buscaba.

«Si pudiera… Si pudiera ser más fuerte...» Pensé con dolor mientras me dirigía hacia un lugar en concreto.

En mitad de la sala había una especie de máquina con muchos apéndices metálicos que suspendían en su centro una esfera plateada con varios grabados extraños. Si uno se fijaba, podría ver que dichos grabados, era una lengua arcaica. Aunque no era como si todos pudieran saber eso.

Con cierta ansiedad, agarré esa esfera que sujeté con ambas manos. La superficie plateada reflejaba unos ojos extraños, únicos; unos ojos que amaba y odiaba a partes iguales. Desviando la mirada para pensar en otra cosa, busqué la bolsa de viaje que usaba en otras ocasiones y la metí dentro. Sin dar una palabra más, me dirigí hacia la salida.

—¡Mi señora! —exclamó Jeffrey, que me seguía consternado.

—Continuemos —pedí mientras volvía a dejarme guiar por esos pasillos que cada vez se me hacían más agobiantes.

En silencio, esquivando personas, escuchando los sonidos de la guerra continuamos nuestra travesía por ese alborotado lugar. De vez en cuando, las palabras llegaban a mis oídos.

—La puerta este parece resistir por ahora.

—¡Es muy poderoso!

—El batallón central va a la puerta principal…

—¡El general los está conteniendo!

«¿Padre?» Pensé con sorpresa al escuchar aquello. ¿Se había quedado conteniendo al enemigo? ¿Para ayudarme a escapar o dar la cara?

Seguramente una mezcla de ambas.

Apretando los dientes, aceleré el paso siguiendo al militar. Llegando a uno de los patios principales, atravesamos el lugar a toda prisa, pero me permitió ver la tragedia que danzaba con nosotros esa noche. Incluso el jardín más hermoso del palacio, comenzaba a ver su extinción por el fuego cuando aún no habían entrado los enemigos en la mansión

Los soldados iban y venían. Algunos portaban armas, otros parecían heridos, otros preparaban un nuevo ataque. De entre la multitud, hubo alguien que captó mi atención.

—¡Jeffrey, espera!

—¡No podemos perder más tiempo! —gritó el militar, desesperado.

—¡Es tu hijo! —exclamé.

Pude ver cómo los ojos de ese gran hombre se abrían como platos, cómo el miedo inundó sus ojos y lo hizo vacilar. Aprovechando eso, me desvié del camino y corrí hacia una gran cantidad de soldados, que parecían reorganizarse y separar heridos.

De entre todos ellos, pude ver a un joven cuyo cabello solía destacar entre la multitud y que desde la infancia había buscado con frecuencia.

—¡Alexius! —grité su nombre mientras llegaba hasta él.

Al principio, todos parecieron sorprenderse al escuchar mi voz, pero pronto varios se giraron, haciendo varios gritos de asombro al reconocerme, entre ellos, la propia persona que había llamado.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó con espanto al vernos aparecer.

—Tu cara…

—Solo es una herida superficial —negó con la cabeza, apartándome la mano.

Lo había visualizado desde lejos, pero su cabello rojo como el fuego era visible fácilmente. Su rostro estaba parcialmente bañado por la sangre, lo que me había alarmado gravemente. Sin embargo, parecía que solo tenía una herida cercana al cuero cabelludo.

—¡Tenéis que salir de aquí! ¡Tienes que irte! —exclamó mirándome y luego a su padre, que parecía intentar imbuirse de nuevo en su cara seria—. Tiene que escapar, no tenemos mucho…

—¿Lo sabías? —pregunté con asombro—. ¿Sabías de este plan de escape?

—Solo un par de personas además de mí sabíamos de las intenciones del general… por si algo le ocurría a alguno de nosotros —contestó Jeffrey con voz calmada.

—Esto es…

—Su seguridad es lo primero, mi señora —dijo el hombre—. Y es lo que todos deseamos.

«¡Pero yo no deseo esto!» Grité para mis adentros, mirando al que consideraba mi amigo de la infancia con rabia y un sentimiento que me era difícil de describir.

Ya me era difícil soportar el hecho de que querían que escapase. Pero que estuvieran de acuerdo así de fácil, sin darme la oportunidad de quedarme hasta el final… Era doloroso.

Agarré a Alexius de un brazo y comencé a arrastrarlo, llena de ira.

—¡Arianna! No tengo tiempo pa…

—Si una de tus misiones era ayudarme a escapar si era necesario, entonces cumple con tu trabajo —dije mientras lo fulminaba con la mirada.

Esos ojos verdes me miraron con estupefacción, dolor y cierto resentimiento. Pero después de un largo suspiro y apretar los dientes, el joven me devolvió una mirada seria.

—Como desee, mi señora.

Sintiéndome aún dolida, comencé a correr, siendo adelantada pronto por padre e hijo, que me mostraban el camino. El revoltijo de sentimientos que me abrumaba era cada vez más difícil de soportar; el temblor y las ganas de llorar iban incrementándose a cada segundo.

Pero solo continuaba avanzando, intentando evadirme de toda esa pesadilla.

Al cabo de los minutos, quedó claro que nuestro destino era la zona subterránea de la mansión, un lugar poco visitado y donde había también muchas restricciones. Sin embargo, esa noche, pocos quedaban en ese lugar.

El laberinto que conformaban los pasos subterráneos era un lugar por el que siempre tuve curiosidad y que había hecho que innumerables ocasiones descendiera por él en busca de aventuras cuando era joven, a veces, acompañada por el pelirrojo que corría delante de mí.

Siempre me pareció emocionante; ahora solo me infundía ansiedad.

—Hemos llegado —informó Jeffrey cuando nos paramos frente a un pasadizo sin salida.

—¿Es… aquí? —pregunté con duda en la voz.

La pared de piedra no se veía que tuviera nada especial, y las antorchas no parecían mostrar nada de interés. Solo se veía una pared vacía.

Recordé las palabras de mi padre, alegando que solo la casa Kouth podía abrirla. ¿Era algo especial de mi familia entonces?

Con duda, puse una mano sobre la pared, acariciando y recorriendo con los dedos la fría piedra. Fruncí el ceño y luego cerré los ojos, buscando aquello que pudiera ser diferente. Sabiendo que dos pares de ojos me miraban con cierta ansiedad, seguí acariciando esa pared hasta que… mis dedos notaron un salto. Un leve surco en la piedra, tan tenue, que no era prácticamente perceptible al ojo humano. Un surco que se continuaba a lo largo de la pared, formando algo.

—Alexius, déjame una daga.

—¿Qué? ¿Para qué…?

—Dame una de las dagas o la cogeré yo misma —dije en tono autoritario.

Al final, el joven, aun contrariado, me tendió una de las dagas. Antes de que pudieran hacer amago de pararme, pasé la daga por una de mis palmas, brotando así la sangre.

—¡Señorita!

—¡Arianna!

—Es necesario —dije sin mirarlos mientras comenzaba a pintar los surcos con mi sangre.

Si no me equivocaba, el símbolo que formaban esos surcos era uno muy antiguo y bien conocido para la familia, de significado profundo y oculto para muchos. Pero para nosotros… era parte de nuestra esencia. De lo que éramos.

Y si yo formaba parte de esa esencia, solo parte de mí podría abrirla.

Un temblor repentino del suelo me hizo trastabillar, teniendo que apoyar parte de mi cuerpo en el muro cercano. Un gran estruendo se sacudió sobre nosotros.

¿Era un terremoto?

Con rapidez, Alexius llegó hasta mí y cubrió mi cuerpo contra la pared, como si estuviera protegiéndome. Nuestras miradas, la suya ansiosa y la mía algo asustada, no se apartaron la una de la otra hasta que el temblor cesó.

—Han entrado —dijo entonces Jeffrey con lividez en su rostro.

—Tan rápido…

—No podemos perder más tiempo —urgió al mirarme.

Mordiéndome los labios y apartándome de Alexius, volví al muro y con rapidez, terminé de dibujar el símbolo. Al principio, no pareció ocurrir nada, pero tras unos segundos donde solo escuché el atronador sonido de mi corazón, la pared comenzó a crujir y moverse, dejando al final un oscuro pasadizo.

Ahí estaba. El final de este viaje, el corredor que me llevaría fuera. El túnel que separaba mi vida conocida de algo completamente desconocido.

¿De verdad iba a irme? ¿De verdad iba a dejarlo todo? ¿Estaba siendo cobarde o solo estaba obedeciendo los deseos de mi padre? Libertad o la batalla. La vida o la muerte. La caída de mi vida como la mujer más ilustre del reino y la vida de alguien que podría huir para siempre.

El dolor por el recuerdo, o el silencio de la muerte.

Con tantos sentimientos desbordándose, miré a Jeffrey y Alexius, que me incitaban con la mirada a seguir.

—Venid conmigo —dije con voz temblorosa.

—Alguien tiene que volver a sellar el lugar, mi señora —contestó el hombre más añejo, con pesar en la mirada.

—No… No. No puedo irme. No puedo irme así. No puedo ser… la única que se vaya de esta manera —dije mientras los miraba con aire de súplica—. No puedo irme dando la espalda a mi gente. No… no puedo ser la única que se salve.

—Ojalá las cosas pudieran haber sido de otro modo —intervino Jeffrey en tono de disculpa—. Pero… solo queremos que viva.

—¡Pero yo no quiero vivir sabiendo que todos habéis muerto! —grité, perdiendo la compostura—. No puedo.

—¡Buscad por todos lados! ¡Atrapad a todos los que podáis! —escuché de repente en la lejanía.

¿Nos estaban buscando? ¿O solo a cualquier superviviente?

Con presura, Jeffrey desenvainó su espada e hizo un asentimiento después de una reverencia. Se nos había agotado el tiempo.

—Arianna —me llamó Alexius—. Eres la chica más fuerte que he conocido, la más inteligente, con un grandísimo corazón y que tiene en su sangre… una gran historia. Y posiblemente, la esperanza para muchos de nosotros. Solo puedes… ser tú —dijo mientras me llevaba hasta el comienzo del pasadizo.

—No soy tan fuerte… No lo soy… Soy… un fracaso… —sollocé intentando reprimir las lágrimas que luchaban por salir de mis ojos.

—Lo eres. Y yo… quiero... necesito, que vivas —dijo mientras me abrazaba con fuerza.

—Alexius… Ven conmigo… —dije suplicante mientras me agarraba a ese abrazo como si lo necesitara para respirar.

—Ojalá pudiera —susurró mientras se escuchaban pasos en la lejanía—. Tal vez en otra vida… sea diferente.

—¿Qué…?

Antes de que pudiera reaccionar, fui empujada. Sin equilibrio alguno, caí sobre mi trasero en ese lúgubre y oscuro lugar. La luz de la antorcha que me lanzó mi amigo fue lo único que alumbró mi visión, viéndolo a él con la mayor tristeza que había visto en su semblante risueño jamás.

—Arianna, yo… —pareció a punto de decir algo, pero, solo se mordió los labios y cambió su mirada triste, a una un poco más melancólica—. Espero que seas capaz de encontrar todo aquello que buscas.

—¡No! ¡Alexius!

Pero ese muro había comenzado a reconstruirse más rápido de lo que pensaba, y solo pude ver esa sonrisa triste, antes de quedarme sola en ese lugar.

Desde la distancia, podían verse las columnas de humo y fuego de lo que una vez fue la capital de un gran reino. A varios kilómetros de distancia, desde el bosque que de niña me parecía encantado, observaba cómo todo se consumía bajo las manos enemigas.

Con desesperanza y dolor, contemplaba lo que fue mi vida, mis sueños, mi futuro.

Ese día, mi reino había caído y con él todo lo que había sido mi mundo hasta ahora. La ciudad, la historia, el conocimiento, sus gentes, mis amigos, mi familia… Hasta mi existencia misma había desaparecido ese día.

Y todo por una guerra sin sentido. Todo por reinos extranjeros. Todo porque se apoyaban en manos de un “libertador”.

¿Qué tenía de heroico el masacrar tantas vidas inocentes? ¿Qué tenía de heroico subyugar a un pueblo por ser diferente?

Todo este dolor, toda esta desesperación, el vacío por la pérdida. Todos mis sueños, mi felicidad, mi esperanza… Todo me lo había robado esta guerra. Todo porque alguien dijo que debíamos caer en esta guerra.

¿Y qué había de ellos? ¿Hacer esto estaba bien? ¿El etiquetarnos como monstruos hacía que estuviera bien todo esto?

Noté que algo cálido y húmedo descendió por mis mejillas. Temblorosa, me llevé la mano sana a la cara, percatándome de que varias lágrimas finalmente habían escapado de mis ojos.

Con un sollozo lastimero, miré hacia el cielo, donde una luna completamente roja como la sangre, me contemplaba desde la distancia. Un fenómeno poco común que, según leyendas antiguas, era un mal presagio.

Cerré los puños con fuerza; el dolor en la mano izquierda vino cual punzada, pero eso no me importó. Tampoco mi labio que sangraba tras haberlo mordido con fuerza, tampoco el temblor en mi cuerpo.

Solo miraba la ciudad que una vez fue mi hogar en llamas mientras las lágrimas descendían y un sentimiento cada vez mayor iba ocupando mi mente.

Rabia, odio, rencor, ira… Un sentimiento indescriptible que se iba apoderando cada vez más de mí a cada segundo.

—Os vengaré. Juro que os vengaré.

Una promesa en el silencio de una noche oscura, con una luna extraña, con una chica de ojos extraños…

Una promesa que no dudaría en cumplir.