Caída
I
Con un leve suspiro de cansancio, cerré el libro que estaba leyendo y, sintiendo la tirantez en el lado derecho del cuello, me estiré un poco dentro de este pequeño asiento de avión, intentando así aliviar el dolor creciente que se alojaba ya en mis agarrotados músculos. Aunque he de decir que no surtió mucho efecto.
Exhalando otro suspiro, que contenía más frustración que el anterior, me acomodé lo mejor que pude en mi asiento y dirigí la mirada hacia la persona que tenía a mi lado, completamente dormida.
Era un hombre de mediana edad que llevaba dormido como dos horas y que, claramente, tenía un mejor descanso que el mío. Observé de reojo su postura relajada, su cabeza ladeada apoyada en el cabecero del asiento y su rostro, que reflejaba tranquilidad; al contrario de lo que podía ver un poco más allá, en el pasillo central, donde la que imaginaba era su esposa intentaba controlar a los dos hijos que se acababan de despertar.
Solo esperaba que no viniesen hacia acá como previamente… No, no tenía paciencia para los niños.
Apretando un poco más el agarre del libro en mis manos, alcé un poco la cabeza y busqué con la mirada el lugar en el que deberían estar sentados el resto de mis amigos, que, por problemas en el checking del vuelo, habíamos acabado separados. Y sí, yo era la única que había acabado sola en medio de este largo vuelo.
Si me preguntaran no es que esperaba hablar durante todo el viaje (por eso el libro, a fin de cuentas) pero esperaba poder estar al lado de alguien que conocía y tener algún tipo de conversación. Sin embargo, la suerte no estuvo de mi lado. Y no es como si fuera a quejarme por ello, ya que eso significaría separar a otro de mis amigos si ocupara mi puesto.
Pensando en ello, vislumbré a mis amigos desperdigados por el avión, separados en parejas entre sí. Maldita aerolínea y maldita nuestra suerte. A varias filas de distancia pude vislumbrar la cabeza alta de Alejandro, que compartía asiento con Adriana y, que por sus posiciones seguramente estarían dormidos también. Al otro extremo creía ver a Victoria y León, aunque no estaba segura. Y atrás, hacia la cola, Sofía y Marcos descansaban plácidamente como buena pareja que hacían. Más tranquilos que Victoria y León, desde luego. También en la cola, pero al otro extremo, identifiqué a Héctor y Carmen, que parecían estar hablando apasionadamente sobre algún tema que debía interesarles mucho y, finalmente, al otro lado del pasillo opuestas a mí, se encontraba la última pareja de amigos, Edith y Aina, que, definitivamente, se habían dormido, aunque, ¿tal vez la guardia que tuvieron el día anterior tendría que ver?
Mis resis pequeñas trabajaban mucho.
Con ese pensamiento en mente, desvié la mirada hacia la ventanilla, que solo mostraba un cielo ennegrecido por la noche, para luego mirar que la señal que indicaba que debíamos permanecer sentados y con el cinturón abrochado estaba apagado, un indicativo más que válido para estirar un poco las piernas.
Así que, dejando el libro con cuidado en mi asiento, y haciendo todo lo posible para no molestar al hombre que se sentaba a mi lado, salí a uno de los pasillos del avión. Y, tras un nuevo suspiro al sentir mis extremidades un poco entumecidas, comencé a caminar por ese avión grande y transatlántico que, esperaba con ganas, nos llevaría a mis amigos y a mí a un viaje que esperaba que fuera espectacular.
Porque sí, por eso estaba metida en ese avión durante más de diez horas de vuelo, por mis ansiadas vacaciones.
Después de un año duro trabajado parecía que no llegarían nunca, y, mucho menos, haber podido juntarnos todos para estas vacaciones. El trabajo solía imposibilitarlo, pero parece que esta vez no fue el caso (por fin).
Y es que, desde hace un tiempo, habíamos querido hacer un viaje todos juntos. Oh, ¡y por fin había llegado ese día! Quince días donde íbamos a disfrutar viajando, haciendo turismo, haciendo fotos, relajarnos y vivir un montón de experiencias. Y para ello habíamos decidido irnos lejos, al otro lado del océano, a un país extenso y desconocido para nosotros: ¡Argentina!
El país, itinerario, fechas y todo habían estado abiertas a un gran debate, pero, tras muchas discusiones, cambios de itinerarios, planes, rutas y hasta comida, llegamos a un consenso y fijamos objetivo. De esa manera Argentina se convirtió en nuestro destino final, y, tras prepararlo todo, debía decir que estaba bastante satisfecha y emocionada, aunque debía admitir que fui de las que más pegas puso al principio. Me encantaban los monumentos, imperios, ruinas y ese tipo de cosas, así que, al principio el país no me llamaba tanto la atención, pero admitía ahora que se veía interesante con toda esa naturaleza, la cultura y gastronomía. El resto de países tendrían que esperar por ahora.
Aunque, en el fondo, seguía llorando internamente porque habría amado ir a Egipto. Casi me faltó suplicar. Pero… bueno, en otra ocasión. Oh, que no se me malinterprete, es que estaba obsesionada con el Antiguo Egipto. Era mi cultura antigua favorita y desde pequeña había deseado ir, aunque por h o por b, nunca se había dado el caso.
«Algún día», me dije mientras me paraba cerca del pequeño bar que había instalado dentro del avión, con una Coca Cola Zero que pensaba tomarme despacio mientras continuaba sumida en mis pensamientos.
Sonreí un poco mientras miraba por una de las oscuras ventanillas, armando mentalmente los retazos del siguiente viaje. Aunque ahora debía pensar en este. Solo esperaba que no tuviese jet lag cuando aterricemos, o mis amigos, lo cual era más probable dado que yo no había presentado dicho problema en mis anteriores viajes. Ventajas de ser un animalillo nocturno, tal vez.
Y pensar que aún quedaba más de la mitad del viaje… Suspiré internamente al recordar eso. No se me daba bien esto de tener periodos de vuelo tan largos, sobre todo, porque me acababa aburriendo e impacientando. En parte creo que por eso decidimos escoger un vuelo que tuviera gran parte del viaje nocturno, porque así perderíamos menos tiempo de acción cuando llegásemos y porque… dormiríamos casi todo el viaje. Claro, a menos que esa persona fuera yo, que me costaba ya dormir de por sí, y dormía poco.
Para las guardias era estupendo, para la vida normal, no.
Ahora que lo pensaba, en realidad, gran parte del grupo lo formábamos sanitarios, médicos en su gran mayoría, a excepción de León, Carmen, Marcos o Héctor, que eran informático, arquitecta, traductor e ingeniero químico respectivamente. Y también debía puntualizar, que en realidad, la mayoría de los médicos aún estábamos en nuestra etapa de residencia, el MIR, como era conocido en España. Sí, ese maravilloso y esclavista momento de tu vida.
A diferencia de Victoria o Sofía, que habían terminado ya su residencia de ginecología y radiología al ser un poco mayores que el resto, Aina, Edith, Adriana, Alejandro y yo seguíamos en nuestra etapa de esclav… de formación.
Alejandro y yo éramos de la misma edad, y también mismo año de residencia, R5 que se dice, o quinto año de especialidad. ¿Cinco años de formación? Oh, sí, puede sonar maravilloso y horripilante a partes iguales. Cinco años de tu vida donde casi todo gira en torno al trabajo, te absorbe, te aísla a veces y te hace entrar en una realidad profesional que dista un poco de ser el trabajo ideal. Sobre todo porque se aprovechan muchas veces del residente y acabas sufriendo de un estrés que no se lo recomiendo a nadie.
Ah… pero supongo que nos gusta nuestro trabajo. Porque… sí, al final del día, aunque a veces fuera una mierda, ver tu progreso, a los pacientes agradecidos, saber que has hecho algo bien y que has podido salvar la vida de una persona es… muy gratificante. Y es verdad que a veces, solo un gracias te recarga mucha energía positiva que no sabías que te faltaba.
Tal vez por eso, al final, merece la pena.
Eso… o somos unos masoquistas de cuidado. No todos soportarían cinco años de esclavitud de esa manera. Oh, bueno, no es tan horrible, en serio.
Y menos ahora que solo nos quedaba un año… aunque podría haber sido menos, la verdad. Porque habitualmente ese periodo formativo es de cuatro años, salvo algunas especialidades que son de un año más porque necesitan más formación. Y… claro, fuimos de esos que querían una especialidad de cinco años. Cómo no.
¿Y a qué nos dedicamos? Pues Alejandro forma parte del mundo de la cardiología, así que siempre supe que tendría mi cardiólogo de confianza por si me daba un chungo. ¿Y yo? Oh… a mi me va más el quirófano, así que me fui hacia el mundo de la cirugía, concretamente a cirugía general y aparato digestivo. Así que bueno, casi cualquier cosa que le pase a la tripa de la gente puede acabar en nuestras manos. Desde la apendicitis hasta el trasplante hepático había mucho camino.
Y en mi aventura hospitalaria me acompañaban también Edith y Aina, que eran mis pequeñas residentes, pues eran actualmente R3 y R2 respectivamente. Mis pequeñas y lindas que adoraba ver crecer cada día. Sabía que serían grandes cirujanas porque las veía crecer día a día.
Bueno, y entonces, ¿qué hace Adriana? Pues ella es también R3 como Edith, y decidió irse hacia el mundo de la oftalmología. Sinceramente, la admiraba por ello porque era una especialidad que no podría hacer. Me daba demasiado repelús el ojo. Es tan delicado, pequeño e importante que me da impresión cuando le ocurre algo. Aunque sea cirujana, no me veréis por ahí si algo le pasa a un ojo, no quiero saberlo ni verlo. Así que, en definitiva, todos mis respetos para la maravillosa Adriana.
Y, ¿cómo hemos acabado todos juntos en este viaje?
Bueno, todo comenzó cuando conocí a Victoria y Sofía al inicio de mi residencia, y, aunque eran un año superior, nos hicimos amigas enseguida tras coincidir varias veces. De ahí conocería a Carmen, León, Marcos y Héctor, pues venían de su grupo de amigos. Alejandro y yo nos hicimos amigos tras esas largas y horribles guardias en urgencias y se unió al grupo al ver que coincidíamos en temas similares.
Edith y Aina acabaron aquí por influencia mía, ya que en cuanto llegaron al servicio en sus años, conectamos al momento y nos hicimos amigas. Lo demás ya vino solo. Y de forma similar ocurrió con Adriana, pues al ser del mismo año que Edith, se hicieron amigas y una vez se unió al grupo y… lo demás ya se puede imaginar.
Así que, en definitiva, éramos un grupo variopinto, con varios intereses comunes y muchas diferencias en otros aspectos pero que habíamos conseguido formar un bonito grupo donde sentirnos unidos y a gusto.
Y finalmente, por fin, habíamos podido organizar un viaje todos juntos. Oh, no podía estar más contenta. Por eso esperaba, deseaba, que este viaje fuera uno que recordara toda mi vida.
Pensando en ello con una sonrisa tenue en el rostro, miré por la ventanilla del avión. La noche se había hecho nuestra compañera en el viaje hacía un tiempo, y, lamentablemente no podía ver mucho más allá que la oscuridad. Me quedé observando, por si pudiese ver alguna estrella, pero el cielo parecía estar nublado, pues me era imposible ver más allá que simple oscuridad.
—¿Demasiado interesada en la ventana?
Ahogué un grito, sorprendida ante la voz que me había sacado de mis pensamientos y puesto mi corazón a mil por el susto. Me giré a mi espalda con el ceño fruncido, solo para encontrarme a Alejandro con esa sonrisa burlona característica y sus ojos azules divertidos.
—Oh, por dios, Alejandro, me asustaste —me quejé mientras hacía un mohín—. Casi derramo el vaso.
En el fondo era mentira, pero siendo yo, podría haber pasado perfectamente.
—Bueno, no ocurrió —respondió relajadamente, pero al ver mi mirada de reproche añadió—: Va, va, mi error. Bueno, ¿qué estás haciendo aquí?
—Estaba aburrida… —contesté, alargando las palabras—. Un poco cansada de estar sentada, así que quise estirar un poco las piernas.
—¿Ya te terminaste el libro?
—No, aún no. Quiero que me dure a lo largo del viaje.
—Conociéndote seguro que necesitarás otro en medio del viaje —dijo con una sonrisa—. ¿No deberías tener uno en reserva?
—Bueno…
Sí, tenía otro guardado en la maleta por si acaso. Pero… en el fondo no pensaba que me diese tiempo a leerlo, más que nada porque esperaba estar tan entretenida o cansada de hacer cosas en el viaje que no pudiera leer nada. Pero en algún rato libre o de descanso… qué sabía yo.
—¿Y por qué estás tú aquí? —pregunté, cambiando de tema.
—No podía dormir y cuando quise darme cuenta, te habías ido a otro lugar. Así que pensé que podríamos tener una pequeña conversación —explicó, sin abandonar su sonrisa relajada, que, en mi opinión, siempre le había dado ese punto atractivo de más.
—¿Quieres algo también? —pregunté señalando mi bebida.
—Estoy bien de momento —contestó él, sentándose frente a mí en aquella mesita minúscula del bar del avión—. ¿En qué pensabas tan ensimismada?
—En el viaje, realmente —dije tras beber un poco del vaso—. Estoy bastante emocionada por esto.
—¿Repasando al milímetro nuestro itinerario?
—No, no esta vez —dije esbozando una pequeña sonrisa, pues él sabía perfectamente lo que me gustaba hacer cumplir los horarios—. Solo estaba… pensando en nuestra trayectoria como grupo, lo complicado que ha sido poder juntarnos y… lo contenta que estoy por poder hacer este viaje todos juntos. Lo siento como un regalo que no olvidaremos.
—Yo también tengo esa sensación, a decir verdad —asintió, mientras apoyaba una mano sobre su barbilla—. Creo que va a ser un viaje muy interesante.
—Solo espero que no haya imprevistos —añadí, frunciendo un poco el ceño, pues en realidad, odiaba ese tipo de cosas.
—A veces son inevitables —se rio—. Precisamente nos dedicamos a algo que está lleno de imprevistos. Deberías ya estar acostumbrada.
—Oh, vamos, no me compares el trabajo con esto —me reí, aunque puse los ojos en blanco.
—No es tan distinto de la realidad. —Se encogió de hombros—. No se puede tener todo bajo control, ya sabes que eso te causa estrés.
—Hay cosas que son difíciles de cambiar —respondí, un poco reflexiva—. De todas formas, de verdad que me he prometido relajarme. Y, además, esta vez comparto ese control con Victoria.
—Cierto, las reinas del orden —se mofó.
—También es necesario un poco de orden.
—No digo que no.
—En fin, de todas formas solo espero que el vuelo acabe pronto —dije, cambiando de tema—. Ya estoy cansada de estar aquí.
—Pues aún quedan horas.
—Si al menos pudiera haber estado sentada con alguno de vosotros… —suspiré.
—Debe ser más aburrido todavía. Aunque la mayoría duermen ahora.
—Cierto —secundé, recordando la imagen del resto del grupo—. Al menos ahora hemos podido hablar un poco.
—Siempre a tu rescate.
—Creo que suele ser al revés…
—Solo por eso no implica que no pueda ser recíproco —se quejó.
—Va, va —me reí—. Solo dime cuándo tenemos nuestra próxima cita.
—Hey, ya llevo un tiempo que no preciso de tus sesiones de psicología.
—Mi paciente mejora día a día —dije tras terminarme finalmente mi bebida—. Aunque no me haga caso muchas veces.
—Podrías aplicarte el cuento.
Esta vez fui yo quien se encogió de hombros. Ambos teníamos razón. Aunque era cierto que me había convertido casi en su psicóloga personal. Supongo que eso que me decían de que sabía escuchar a la gente era en parte cierto, ya que era algo que se había repetido a lo largo de mi vida.
Realmente me gustaba poder ayudar y escuchar, así que no era un problema para mí. El problema era cuando había tenido que escuchar seriadamente los problemas amoroso de aquí mi buen amigo el cardiólogo, el terror de las mujeres. Demasiado carismático y atractivo para su propio bien a veces. Y un desastre muchas veces en las relaciones.
Aunque este último año de soltería y tranquilidad creo que le vino bastante bien. Parecía más centrado en ese aspecto.
En fin, para resumir, le ayudaba a veces con sus problemas como buena amiga, daba consejos y ánimo que luego, si algo me pasaba a mí, no aplicaba en mí misma.
“Consejos doy, para mí no tengo”, o eso se solía decir.
Pero eso no era lo importante ahora.
—Tal vez —respondí finalmente mientras desviaba la mirada de nuevo a la ventana.
Sorprendentemente, el cielo se iluminó con los colores del blanco y azul, dejándonos ver momentáneamente ese cielo oscuro y tapado por las nubes.
—Parece que va a haber tormenta —comentó Alejandro, en un tono algo más serio.
—Sí, eso parece…
Ahogué un pequeño sonido de sorpresa cuando el avión se sacudió un poco. Turbulencias, algo normal si justo íbamos a atravesar una tormenta.
¿La atravesaríamos o rodearíamos? No sería la primera vez que atravesaba una tormenta en avión, pero en esos momentos era un avión mucho más pequeño e iba con destino a sacar un hígado de un donante para un trasplante. Aún recuerdo a mi adjunto algo nervioso mientras yo hacía fotos y vídeos, ya que me parecían imágenes bastante bonitas e impresionantes.
Obviamente no pasó nada, aunque las turbulencias en ese momento me pusieron un poco nerviosa, debía admitir.
Sintiéndome así un poco más tranquila, miré de nuevo por la ventanilla, pudiendo vislumbrar entonces un rayo, hermoso, poderoso y azulado, en la distancia.
—Parece que nuestra pequeña conversación ha terminado —habló entonces Alejandro, señalando las luces que se habían encendido, recomendando que volviéramos a nuestros asientos y nos pusiésemos el cinturón.
—Sí… qué pena —dije con cierta decepción, pues no quería volver a mi asiento solitario.
—De que pasemos esta tormenta podemos volver aquí, si quieres. Esta vez te acompaño en la bebida. Total, no creo que pueda dormirme —se ofreció.
—De acuerdo —le respondí con una sonrisa.
Con ese acuerdo, nos despedimos, no sin antes él darme unos leves golpecitos en la cabeza en un gesto cariñoso, un gesto que llevaba haciendo tiempo, y que siempre había pensado que lo hacía porque, en fin, era mucho más alto que yo, con su metro ochenta lejos de mi escaso metro cincuenta y cuatro centímetros.
Sí, era la más baja del grupo, y del servicio, y prácticamente de todos los que conocía. Solo superaba (escasamente) a mi madre y hermana pequeña. Eh, pero me encantaba mi pequeña estatura, así que todo en orden. Aunque a veces daba a situaciones algo cómicas.
Finalmente, y tambaleándome un poco por esas turbulencias, llegué a mi asiento. El hombre que estaba a mi lado se había despertado por el traqueteo, así que le pedí amablemente que me dejara sentarme y, tras ello, me senté en mi sitio.
Con un leve suspiro, me puse y ajusté rápidamente el cinturón de seguridad. Fugazmente, me vino a la mente una conversación que tuve una vez con un amigo, hablando precisamente de la inutilidad de los cinturones de seguridad en los aviones, a lo que él me respondió que en realidad, solo servían para que en caso de accidente, se pudiera encontrar los cuerpos con mayor facilidad.
Tragué un poco de saliva al recordar eso y, negando levemente con la cabeza, centré mis pensamientos de nuevo en el libro.
No iba a pasar nada, me dije a mí misma, acallando el lejano runrún de preocupación que pasó por mi mente.
No temía volar, pero era cierto que cuando pasaban estas cosas me daba cierta intranquilidad momentánea si el avión se agitaba.
Abrí el libro, dispuesta a leer, con la torpeza de que se me cayó el marcapáginas al suelo. Entrecerré los ojos con fastidio y, tras un nuevo suspiro, me agaché para recogerlo. Por suerte, se había quedado apoyado entre mis pies, ataviados con esas botas de montaña que había decidido portar en el avión y que, había que decirlo, eran un poco incómodas en este espacio reducido. Pero era el calzado más robusto que llevaba y que quitaba más espacio en el equipaje, así que varios de nosotros nos habíamos puesto ese calzado para ahorrar espacio.
No es que fuera espectacular precisamente en este avión. Mis botas de montaña grises y azules, unos pantalones vaqueros grisáceos y una camiseta de manga corta de cualquiera de mis frikadas de videojuegos y poco más. Al final lo que buscaba era ir cómoda, así que era más que suficiente.
Con el marcapáginas de nuevo en mis manos, me dispuse a continuar leyendo esa novela de fantasía que aún tenía a medias, con nuevas ganas de averiguar si, finalmente, pasaría ese evento tan esperado en la historia.
Sin embargo… parece que eso no estaba destinado para este día.
Una turbulencia más fuerte me hizo literalmente botar de mi asiento, provocando que el libro se cerrara y perdiera la página en la que me encontraba.
Pero eso no fue lo importante.
Otra nueva sacudida me sorprendió, y varios pasajeros del avión se removieron intranquilos. El fuerte retumbar de mi corazón penetró en mis oídos a medida que mis sentidos se volvieron más agudos, un retumbar que se hacía más fuerte a medida que otro par de turbulencias sacudieron el avión.
Cálmate, cálmate, me dije a mí misma, intentando aplacar el nerviosismo modulando la respiración. Aunque nunca había sido buena en eso. De hecho, era horrible.
Un nuevo resplandor llamó mi atención a través de la ventanilla, seguido por otros relámpagos sacudidas. Casi me pareció escuchar el sonido del trueno entonces.
Pude escuchar varios murmullos a lo largo del avión; pasajeros nerviosos se miraban entre sí y por las ventanas. Un sonido de un niño pequeño rompió el silencio incómodo que nos envolvía, y su madre que susurraba para calmar a su hijo, en un también evidente estado de nerviosismo.
Tragué saliva, con una mala sensación interior. Los fuertes y rápidos latidos de mi corazón no me habían abandonado, y más bien, se habían acrecentado, martilleándome los oídos. Mi interior se encontraba ansioso, mi piel se puso de gallina y mi visión se aguzó, encontrando a cada uno de mis amigos entre los pasajeros, ahora todos despiertos y con la misma cara de preocupación. Nuestras miradas se fueron encontrando alternativamente, y mis ojos, se posaron finalmente en los de Alejandro, que también me miraba, como si quisiera infundirme una calma que él mismo no se creía.
Una nueva sacudida, esta vez acompañada de unos gritos ahogados, de una pequeña histeria colectiva que comenzaba a sitiarnos.
Algo estaba pasando.
Cuando la siguiente agitación me hizo prácticamente estamparme contra la ventanilla, super que esto no era normal. Todos lo sentíamos.
Y cuando apareció esa luz, sentí que mi piel, ya demasiado blanca de por sí, se volvía lívida.
Al otro lado, por varias ventanillas, comenzó a vislumbrarse una luz, una brillante, poderosa, incandescente y que, al contrario que los relámpagos, se hacía más grande.
Varios murmullos, susurros, elucubraciones, un llanto aislado, las miradas posadas ante esa luz y luego…
—¡Es fuego!
Alguien dijo lo que todos probablemente pensábamos, pero no dijimos.
Tragué saliva, inmóvil ante esa imagen, sintiéndome rígida y bloqueada mientras observaba esa luz que parecía provenir de una de las alas.
Y fue entonces cuando comenzó el desastre.
Una sacudida que hizo que me golpeara la cabeza contra la pared del avión, después comenzaron los gritos.
Varias personas comenzaron a levantarse, otros se mantuvieron en sus sitios, unos gritaban, otros parecían enmudecidos. El personal del avión comenzó a intentar poner orden, pero cuando un nuevo rayo alcanzó el aeroplano y este comenzó a caer, cundió el pánico general.
Las mascarillas de oxígeno descendieron abruptamente de nuestras cabezas, algunos empezaron a correr, gritos de horror, de súplica, implorando a un dios que los salvara.
Como si de una película a cámara lenta se tratase, eché un vistazo a cada rincón, a cada momento, a cada persona de ese avión con un destino ahora incierto. Y solo pude ver miedo, ira, desesperación, pavor. Cada persona actuaba distinto, cada murmullo o grito imploraba por algo diferente, pero cada expresión, esos ojos de todos, estaban muy abiertos y consumidos por este horror.
Así vi a mis amigos, cerca y tan lejos al mismo tiempo. Vislumbré a Victoria y León, él consolándola a ella mientras se aseguraba que el cinturón estuviera bien apretado; a Marcos y Sofía, él con gesto protector mientras parecía envolverla en sus brazos; Hector y Carmen que, tras apretarse el cinturón, parecían estar cogidos de la mano mientras a Carmen se le resbalaba una lágrima por la mejilla; Edith y Aina, que parecían atravesar un ataque de pánico pero que, aun así, se agarraban a sus cinturones. Y, Adriana y Alejandro que, mientras él la abrazaba para calmarla, me seguía mirando lleno de ansiedad.
Sus labios parecieron decir algo, pero, desgraciadamente, no pude entenderlo.
Y entonces, ocurrió.
Como si de la fuerza de un dios se tratara o una criatura cruelmente poderosa, algo atravesó este pájaro de metal y… nos separó.
Mientras caía en picado y todo comenzaba a dar vueltas, el cielo oscuro pareció reírse de nosotros mientras nos envolvía con esa lluvia glacial y la luz cegadora eléctrica. La piel dolía, el viento me arañaba, el oxígeno parecía poco dispuesto a entrar en mis pulmones, la caída había ensordecido los gritos del hombre que se encontraba a mi lado, el olor de la humedad y el humo parecían asfixiarme.
Todo se hacía pedazos, todo caía, se acercaba a un final trágico y demoledor.
Perdida en esa noche inquebrantable, en medio de esa tormenta asesina, mientras caía hacia mi final, no emití ningún sonido, ninguna súplica, ningún grito, pues, las palabras no podrían mostrar lo que sentía en esos momentos, esa sensación de perderlo todo, de ver cómo se escapaba mi vida entre mis dedos mientras caía a un vacío y una muerte seguras, sola y sin poder decir adiós.
Mientras lamentaba que esto hubiera acabado así, y esas aventuras, ese futuro, esos sueños que anhelaba, veía que se esfumaban en miles de pedazos, como este avión que caía y se llevaba nuestras vidas.
Y un arrepentimiento que me atormentaba ahora. Ya no solo por todo lo que se iba y no tendría, sino también por lo que se quedaría atrás.
Ojalá… ojalá les hubiera dicho a mis padres, a mis hermanos… cuánto los quería antes de subirme a este avión.
Ya… no podría decírselo.
Con una única lágrima brotando tras ese pensamiento, todo se volvió negro.
Y mi conciencia, se sumió en un profundo sueño.