Más perdida de lo que crees

VIII

El descenso por la larga escalinata se me hizo largo y solitario. Rodeada de las luces de las antorchas y sin ninguna compañía, descendí lentamente, al acecho de cualquier peligro o trampa que amenazase mi vida. Sin embargo, todo fue tranquilo y sin incidentes hasta el piso inferior, donde se abría un nuevo pasillo con una puerta grande de al menos tres metro de altura en su fondo.

La puerta cerrada era de madera rojiza, suavemente pulida y con grabados naturales. En su centro, el símbolo del arco y la flecha, dnde probablemente debería estar el pomo o aldaba, llamaba la atención por sus decoraciones doradas.

Con cuidado, acaricié la madera, tan antigua pero que se mantenía en perfecto estado. No había cerraduras ni tampoco vi cerrojos. ¿Estaría cerrada desde dentro? Apoyé una palma sobre la puerta, que estaba sorprendentemente tibia al tacto. Me mordí el labio, pensando qué hacer, pues no sabía si habría otra forma de entrar o cómo abrirla. Empujé un poco, escuchando un leve crujido, lo que me hizo fruncir el ceño.

¿Podría…?

Puse esta vez ambas manos en la puerta y comencé a empujar con todas mis fuerzas, asentando la base de mis piernas. Sorprendentemente, la puerta pareció querer moverse. Continué empujando y, poco a poco, la puerta cedió y se abrió.

«Ahora me siento como cualquier personaje de From Software abriendo puertas, me burlé internamente.»

Hasta que fijé la mirada en la gran sala que tenía detrás.

La sala era bastante grande y luminosa, como si los rayos del sol pudieran llegar desde la gran bóveda de su fondo y las antorchas incandescentes me dieran la bienvenida. La estancia te sobrecogía de una manera completamente diferente a las que había visto antes, pues, ahora, podía sentir una magnificencia superior. Rectangular y acabada en semicírculo en su fondo, todo hacía que tu mirada se enforara en el frente, con un pasillo de varios metros y suelo marmóleo decorado con diferentes esculturas caídas, simulando la pérdida en la batalla o la veneración; todo ello custodiado con grandes columnas corintias que sujetaban un techo abovedado, plagado de relieves de carácter naturalista; para al final encontrarnos con la escalinata que daba paso a la zona principal de la sala. Sobre esa parte semicircular y tras ascender por una escalinara custodiada por dos amazonas, se hallaba la diosa. En un altar de mármol y adornos en oro, se alzaba una estatua enorme de la diosa artemisa con su pelo tenzado, su arco preparado para disparar y su vestido de estilo griego, tan hermosa pero imponente y peligrosa. Sobre su cabeza, se encumbraba una gran bóveda que dejaba entrar la luz por diferentes orificios, plagando a la estatua y a la estancia con ello, de luz.

Me quedé mirando unos minutos la sala, a la estatua, a todo, completamente sorprendida y en absoluta admiración. Era una esplendorosa obra de arte. No recordaba haber podido ver algo igual alguna vez. Simplemente era preciosa.

Anduve lentamente por la sala, recorriendo el pasillo; casi parecía una heroína que se dirigía por su paseo de la fama a recibir su premio por la victoria. Y en parte, así me sentía, pues, había logrado superar este reto, ¿no?

Sobrecogida por la sensación de divinidad de la sala, subí las escaleras sin apartar la mirada de la hermosa diosa que sujetaba su arco, lista para acabar con cualquier enemigo que se le cruzara. Había visto varias imágenes y estatuas de la diosa, pero, si tuviera que elegir una para pensar que fuera la diosa Artemisa, habría sido esta imagen; la gracilidad, belleza y fuerza que irradiaba no tenía parangón. Sentía que una diosa de la caza debía verse de esa manera.

Una vez en lo alto de la escalinata, me quedé observando un rato más la estatua hasta que desvié la mirada hacia el pequeño altar a sus pies que me había pasado desapercibido hasta el momento, pero que, ahora, llamó mi atención.

Mediría poco más de una metro y algo de altura, como un prisma de base cuadrada. En sus paredes había dibujado un grabado que parecía simular un mapa. Me mordí el labio, estudiando el grabado, que era bastante detallado. Representaba un archipiélago de disposición circular compuesto por trece islas. La más grande estaba en su centro, y a norteoeste y sureste otras dos islas la rodeaban. Más externamente, estas dos estaban rodeadas de otras tres, y, más externas, había otras siete islas, algo más pequeñas que el resto. Aparte de esa disposición, lo que más me llamó la atención es que cada círculo de islas parecía estar conectado entre sí por líneas; tal vez puentes. Y varias de esas islas, comunicaban con las interiores, estableciendo así una comunicación radial y circular entre todo el archipiélago. Una de las islas, de más al sur y externa, destacaba entre el mapa por verse más grande que el resto, presentando un excavado con forma de arco.

¿Era esto una isla? Bueno, tendría sentido. Pero, ¿un archipiélago?

Frunciendo el ceño, desvié la mirada hacia lo que había encima del altar, resultando ser una pieza metálica más o menos igual de grande que la palma de mi mano, de apariencia broncínea, forma de arco y flecha, siendo la punta de esta lo que parecía una piedra preciosa verde refulgente. Un poco indecisa, alargué la mano y cogí la pieza, casi esperando a que la habitación comenzase a derruirse, pero no pasó nada. Me quedé esperando durante uno par de minutos tensos, pero, siguió sin pasar nada.

Me mordí los labios, sin saber bien qué hacer. Me decidí a recorrer esa parte de la sala, pues era posible que esto fuera una pieza de algo más grande. Al poco, en uno de los laterales, vi una ranura con la misma forma que el objeto que había conseguido, por lo que, tras pensarlo un poco y esperando que no fuera una trampa, introduje la pieza en ese lugar. No tardó en escucharse un resorte, y con ello, un cambio en el altar. Ahora el mapa se había hundido, solo dejando la isla con el símbolo de la diosa en superficie. Con cuidado, la agarré, giré para ajustarla al espacio que había detrás y, tas contener el aire, la empujé y encajé.

Fue entonces cuando todo empezó a temblar.

Ahogué un grito, pues todo comenzó a sacudirse y, para evitar caerme, me sujeté al altar.

«Dios, que no se caiga nada, que no se derrumbe nada, que no se abra el suelo…» Sollocé internamente mientras luchaba por no caer al suelo por la sacudida.

Pero, sorprendentemente, nada pasó tras ese terremoto. Serían segundos o minutos, pero para mí fueron eternos hasta que todo se calmó de nuevo. Temblorosa y asustada, pero viva, continué aferrándome al altar hasta que gané algo más de fuerza en las piernas.

—¿Qué ha sido eso? —dije en tono lastimero, observando ansiosamente todo lo que me rodeaba.

Aunque, para mi sorpresa, no encontré desperfectos en la estructura a simple vista. Cuando pasó un poco más de tiempo, me solté del altar y anduve hasta sobre el que estaba la estatua de la diosa, que ahora tenía una abertura en su interior.

—No creo que ese temblor haya sido provocado por esto… ¿no? —pregunté a la estancia vacía con bastantes dudas.

¿Habría sido casualidad? Tendría más lógica que el mecanismo hubiera accionado lo que tenía ahora frente a mí, pero no ese temblor de tierra. ¿Sería casualidad? Fruncí el ceño, inquieta, pues ya nada me parecía casualidad en este lugar.

Debería salir de aquí. Cuanto antes.

Por lo pronto, llegué hasta la abertura, o pequeña estancia, que había dentro del pilastro, y, de nuevo, quedé sorprendida por lo que allí encontré. Había dos pequeños pilastros con dos objetos. El de la derecha era un hermoso arco de madera con remates metálicos en tonos plateados y pequeñas incrustraciones de piedras preciosas verdes que le daban un aspecto fino y elegante que contrastaba con su resistencia y fuerza, como pude comprobar. Era el arco más bonito que había visto nunca.

Por otro lado, en el otro pilastro había un objeto metálico, de tonos plateados y dorados que tenía una forma similar a la… ¿isla?. La isla que se veía en el mapa y que, como allí, tenía el símbolo de la diosa Artemisa tallado en ella. Una esmeralda (supongo que lo era), decoraba la punta de la flecha.

Me lo pensé un poco, pero, al final recogí la pieza, sin saber muy bien qué hacer con ella.

El arco me lo quedé como nueva arma y el objeto, tras revisar la gran sala varias veces, lo guardé en la mochila, pues no sabía qué uso podría tener.

Y, lo más importante para mí: había aparecido un nuevo pasillo que permitía abandonar la sala.

Esperanzada, pero con cuidado, me adentré en el corredor, dejando atrás así la estancia, y con ello, esperaba que también estuviera más cerca de la salida. Admito que hice unas fotos con el móvil antes de marcharme; me gustaría poder recordar eso a futuro. Si es que el móvil no moría de alguna manera antes.

Ya en el pasadizo, anduve con cuidado, buscando cualquier posible trampa que pudiera sorprenderme o acabar con mi existencia; iluminando con cuidado con la luz de la antorcha que había recogido en la sala de la diosa antes de meterme aquí. Pero sorprendentemente, todo resultó bastante tranquilo, sin peligros que acecharan, ni tampoco ninguna muestra de que alguien hubiera pasado por ahí en mucho, mucho tiempo. El polvo, las telarañas y el olor a humedad vetusta me lo dejaban bastante claro.

Pasó así bastante tiempo; no sabría definir cuánto, en el que anduve sin parar por el largo corredor, recorriendo sus giros, sus ascensos y bajadas hasta que, finalmente, a lo lejos, escuché lo que parecía ser agua corriente. Con cautela, me dirigí hacia ese sonido hasta que llegué al final del recorrido.

Al principio, miré confundida y luego enfadada al percatarme de que era un callejón sin salida, pero, observando mejor, la piedra estaba tallada, y al lado había una palanca que, tras un ligero temblor, abrió la pared, descubriendo así la luz del sol… y la visión del agua caer.

—¿Qué..?

Una cortina de agua caía con fuerza a varios metros de mí, envolviendo la cueva que daba al exterior. Sonreí un poco ante semejante truco; esconder una salida de un templo antiguo tras una cascada. Bastante ingenioso en realidad.

Me acerqué hasta la cascada, que, salvo la luz, no dejaba ver lo que había detrás, y, por consiguiente, seguramente tampoco dejaba ver donde yo me encontraba desde el otro lado. Toqué el agua, notando su fuerza y frescor. Seguramente tendría que atravesarla para continuar, pues en esa pequeña cueva no había otro camino que el de vuelta al templo.

Primero metí la mano, y luego el brazo, sin quedarme claro que salía al otro lado. Lancé una roca que encontré en la cueva, y supongo que pasó al otro lado porque no escuché que chocara contra un muro, pero con el sonido del agua corriente tampoco podría saberlo bien.

Suspiré y me aseguré que la mochila, carcaj y arcos estuvieran bien sujetos, y, tras pillar carrerilla, salté hacia la catarata. Noté cómo el agua me empujaba hacia abajo cuando atravesé la columna de agua, pero no me estampé contra ninguna pared, sino que caí al agua y me hundí en ella.

Tardé unos segundos en ubicarme, pero no tardé en moverme y salir a la superficie.

Estaba fuera de nuevo.

Sonreí al ver la luz del sol, el cielo y la naturaleza que me rodeba.

—¡Sí! —celebré mientras chapoteaba, reconociendo el lugar en el que estaba.

Se parecía mucho a ese lago al que caí por la cascada, antes de llegar a esa ciudad.

«Debo de haber dado un gran rodeo…»

Sin perder más tiempo, me dirigí hacia la orilla y salí del agua. Me tumbé en el suelo, sintiendo de repente un gran cansancio por todo lo que había ocurrido. Me reí un poco, entre cansada y aliviada. Y sorprendida, pues aún me resultaba increíble haber conseguido salir de allí con vida. Y ahora tenía armas de largo alcance; podría defenderme de otra manera. Aunque, tendría que practicar mucho más todavía.

Y lo más importante, tenía que encontrar a Alejandro y al resto de mis amigos. Si es que seguían con vida.

«¿Dónde habrá ido Alex?»

No me había permitido pensar demasiado en mi amigo, pues mi situación no es que fuera la mejor de todas. Pero ahora que había salido…

«Tengo que buscarlo. Tengo que encontrarlos.»

Pero necesitaba descansar aunque fuera un poco, o estaría demasiado exhausta para continuar.

De manera que me quedé ahí durante un tiempo, secándome al sol, aunque no tardé en levantarme para buscar una sombra, pues de otra forma, seguramente me quemaría con el sol. Desventajas de tener la piel demasiado pálida.

Sentada bajo la sombra de uno de los árboles cerca del lago, contemplé durante un largo tiempo el paisaje, que parecía en calma e invitaba al descanso.

Consumida por el agotamiento, no tardé en quedarme dormida, con el remanente de mis preocupaciones acosándome entre sueños.

Ya era por la tarde cuando desperté.

Diría que cuando lo hice me sentí renovada, pero más bien me consumió la culpabilidad por no haberme puesto antes en marcha y buscar a mis amigos. No sabía cómo estarían, si necesitaban ayuda o si les habría pasado algo terrible.

Entonces, agobiada y preocupada, me puse en marcha hacia la ciudad, guiada por la imagen distante del templo de Artemisa en la cima de esa colina visible en la distancia, como hice la primera vez. Realmente no es que supiera hacia dónde debía ir ni qué pistas seguir, o si habría alguna, pero tendría que descubrir qué había pasado con mi amigo. Y saber qué habría sido de los demás.

Solo esperaba que Alejandro pudiera haber escapado.

Puede que por esas preocupaciones en mente, por estar enfocada en otras cosas, por la rapidez o por mi propia inexperiencia, no me di cuenta de lo que iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, sonó un chasquido, mi pie izquierdo se hundió momentáneamente y luego una fuerza tiró de él hacia arriba a toda velocidad, dejándome suspendida en el aire boca abajo.

«¿Qué…? ¿Qué…?»

Completamentente confundida y desubicada, miré hacia arriba. Mi pie estaba envuelto en una cuerda, como esas trampas para conejos, y me mantenía al menos a un metro del suelo. La mochila, el carcaj y los arcos cayeron al suelo sin que me diese tiempo a agarrarlos; y comencé a escuchar sonidos alrededor.

¡Había caído en una trampa!

Mascullé una maldición y miré alrededor, nerviosa y temerosa de que apareciese cualquier persona o animal. Cuando escuché voces humanas, el pánico me invadió por un momento, haciéndome sacudir como pez fuera del agua.

—Joder, joder. Piensa, ¡piensa!

Apartándome el pelo suelto que me entorpecía la visión, busqué algo que me pudiera servir, descubriendo la daga sujeta a la pierna. Sin pensarlo, la agarré y me retorcí sobre mí misma doblando la cintura para alcanzar la pierna y comenzar a cortar la cuerda.

Diría que fui rápida al hacerlo, pero me pareció una eternidad; cada corte se me hacía más largo. Pero, finalmente, conseguí cortar la cuerda y, como era de esperar, caí al suelo prácticamente de boca; solo los brazos impidieron que me estampara la cara contra el suelo.

No por ello resultó menos doloroso. Pero me levanté lo más rápido que pude… para sentir que me golpeaban en la espalda y me caía de rodillas al suelo. Justo después, alguien me inmovilizó, me quitó mi arma y me agarró por los hombros, poniéndome un cuchillo en el cuello.

Cuando alcé la vista, tres hombres, vestidos como aquellos locos de la cueva esa de los sacrificios, aparecieron frente a mí. Cuatro, si contábamos con el que me sujetaba. Los miré horrorizada, sin saber qué estaban diciendo en ese extraño idioma, pero por sus expresiones, estaban claramente satisfechos de su captura. Y sus ojos mostraban al mismo tiempo, una sed loca por la sangre que me hacía temblar. La mirada de unos lunáticos, como los que vi en esa cueva.

—No, por favor, no…

Noté el filo del cuchillo más cerca de mi piel, y yo callé, aterrorizada. ¿Qué podía hacer para salir de aquí? No veía salida posible. ¿Iba a morir? Dios, no quería morir. Después de todo, ¿ahora? Me mordí el labio y miré con los ojos frenéticos, buscando alguna ayuda, algo que hacer que pudiera liberarme, defenderme, lo que fuera. Pero no lo encontré. Me retorcí un poco, pero solo sirvió para notar más cerca ese cuchillo junto a un leve escozor en el cuello; un hilo de sangre resbalando por él. Estaba acabada.

Me quedé ahí, paralizada y consumida por el miedo, viendo a esos locos discutir entre sí hasta que volvieron su vista a mí y sacaron sus dagas, acercándose.

¿Sería esto rápido? ¿Dolería mucho? ¿De verdad no podía hacer nada?

Creí que lloraría, pero los ojos estaban muy abiertos, secos, consumidos por el miedo y la impresión, la incredulidad, la sensación de injusticia.

Al final, decidí cerrar los ojos, no queriendo ver cuándo me mataban, escuchando mi corazón asalvajado que luchaba por vivir. Me estremecí cuando se movió el aire alrededor cuando uno alzó su daga para matarme y esperé el golpe.

Pero lo que noté fue la sensación de un líquido caer sobre mí. Una gota, otra y luego otra. Y la puñalada no llegó. La fuerza que me apresaba se debilitó y el cuchillo resbaló hacia el suelo. Cuando abrí los ojos, contuve la respiración.

Aquel que iba a matarme tenía ahora una flecha clavada en el cuello; podía escuchar los gorgoteos que hacía al pasar su sangre por la garganta, a escaparse de su boca. Se llevó la mano al cuello, intentando respirar, pero poco después cayó al suelo, inerte, mientras un charco de sangre se formaba a su alrededor.

Y sobre mí… mi captor se había deslizado hacia mi izquierda, cayendo al suelo con una flecha clavada en su cráneo; podía verla sobresalir de su frente. Lo que había caído sobre mí era la sangre que se resbaló de su herida mortal.

Como si todo se hubiera ralentizado, miré una y otra vez a los cuerpos, sin saber bien qué había pasado, para luego mirar a los otros dos vivos, que parecían tan sorprendidos como yo misma. Pero, al contrario de mí, comenzarona gritar enfadados y se dispusieron a atacar.

Y fue cuando apareció.

Surgiendo entre la maleza, apareció un hombre a una velocidad que casi pareció sobrehumana, parando el ataque que, sin duda, me hubiera matado de no haberme movido a tiempo.

Con una agilidad y gracilidad envidiables, desarmó al hombre y lo golpeó, alejándolo de mí. Desenvainó una de sus espadas y se dirigió hacia ambos, comenzando así un enfrentamiento de dos contra uno. Sin embargo, al extraño no pareció importale, pues se movió con la elegancia y fluidez de un guerrero altamente experimentado, fintando y bloqueando con facilidad los ataques y defendiéndose con fiereza. Parecía un baile, un baile mortal donde el guerrero captaba toda la atención. Casi pareció no importarme cuando acabó con las vidas de ese par de lunáticos, de forma eficaz, pero brutal. Los dos cuerpos cayeron al suelo casi al mismo tiempo y, entonces, él se giró hacia mí.

Podría decir muchas cosas, pero, al principio, me quedé sin aliento y con la mente en blanco.

Era alto, probablemente un metro ochenta y algo, de constitución fibrosa y tonificada como buen guerrero que parecía. Iba vestido como tal, con ropajes antiguos que podrían recordar a los soldados griegos, aunque su pecho estaba cubierto y tenía varias protecciones de cuero y metal; los pantalones eran recios, con botas y grebas que lo protegían, así como en los antebrazos. Su piel, de un exquisito color broncíneo, se dejaba entrever en las zonas expuestas.

Pero fue su rostro lo que me dejó sin aliento, embelesada, y puede que hipnotizada.

Debía tener una edad similar a la mía. Tenía un rostro equilibrado, con pelo negro azabache brillante, algo ondulado y despeinado que no llegaba a taparle las orejas, que daban ganas de acariciarlo de lo suave que parecía. Sus labios eran carnosos, envueltos en misterio y seriedad, pero que atraían y daban ganas de besar; casi me daban ganas de imaginar cómo sería su sonrisa. La barbilla estaba levemente partida, aunque casi no se notaba, pues una fina barba incipiente la disimulaba; la nariz era recta, equilibrada y sin ningún tipo de anomalía, enmarcando un par de ojos almendrados penetrantes, poderosos y únicos de un extraño color dorado que casi parecía brillar junto a unas vetas plateadas que recordabana al mercurio líquido. Unos ojos atrapantes y colmados de inteligencia.

Debía ser el hombre más hermoso que había visto en mi vida. Daba igual que lo acabara visto luchar y matar a cuatro personas, daba igual que estuviera cubierto de sangre y que aún sujetara su espada, o que llevara varios cuchillos y un arco. Su aura emanaba peligro, pero eso lo hacía parecer más interesante, más misterioso. Mi mirada se iba a cada leve movimiento, hacia cada tensión de esos músculos trabajados, hacia esa mirada crítica que me analizaba.

¿Era esto lo que llamaban un dios griego? Porque si no, no sabía qué podría serlo.

Parpadeé varias veces, intentando salir de ese trance, de esa hipnosis al ver a un hombre tan sumamente atractivo. Por dios, ¿qué me estaba pasando? Parpadeé otro tanto y negué con la cabeza, pidiéndome varias veces que reaccionara.

¿Qué narices estaba haciendo? Por muy guapo que fuera, este tío podría matarme en cualquier momento y ni siquiera se despeinaría al hacerlo. Me bastaba ver esa pelea de antes para saber que no tenía ni una oportunidad contra él.

Así que sí, era guapo, guapísimo, pero puede que estuviera ante otro que querría matarme. Y mucho más peligroso.

Aunque, me había salvado, ¿no? Lo había hecho. Eso creo. Pero aquí nada podía darlo por sentado.

Como si de un resorte se tratara, me levanté a toda velocidad, decidiéndome entre si salir corriendo o qué. En menos de un segundo, alcancé la daga que se me había arrebatado y me quedé mirando al hombre, que se había mantenido en la misma posición, observándome.

Su cuerpo parecía más relajado que antes; no agarraba con fuerza la espada, pero estaba segura que eso podría cambiar en el momento en que quisiera atacar. ¿Solo me estaba analizando? Aunque seguramente no tardaría en concluir que no era una amenaza para él.

La vista se me fue hacia la mochila y mi armamento durante un segundo, y él pareció quedarse mirando durante más tiempo de la cuenta el arco ornamentado, entornando levemente los ojos. ¿Sabría de dónde provenía?

Tragué saliva, congelada en el sitio. ¿Debía correr o quedarme ahí? ¿Qué me daba más posibilidades de sobrevivir? ¿Debería agarrar mis cosas? ¿Las querría él? ¿Qué intenciones tenía? ¿Podría…?

—No voy a hacerte daño.

Una voz grave y con presencia interrumpió mis pensamientos. Me quedé mirando al hombre, pensando durante varios segundos si había sido él quien había hablado. Era una voz algo baja, grave y poderosa, con un curioso acento que no sabía clasificar, pero que de alguna manera le daba un toque especial y atrayente a su lenguaje.

—¿Q-Qué? —farfullé, sin saber qué decir o hacer. ¿Y por qué este hombre sabía hablar español?

Durante un momento, el hombre pareció mirarme como si estuviera frente a alguien estúpido y luego hizo una media sonrisa, aunque sus ojos se mantuvieorn serios y vigilantes.

—No voy a hacerte daño —repitió, en ese acento único—. ¿Estás bien? —preguntó, señalándose el cuello.

—S-Sí —respondí, más rápido de lo debido mientras tocaba mi propio cuello herido. No parecía algo profundo—. Eso creo.

Él asintió, sin parar de observarme. Su mirada me ponía nerviosa, pero lentamente, recogí el resto de mis cosas y me las fui acomodando a la espalda, poco a poco. Él continuó en su posición.

—Gracias —dije finalmente—, por salvarme.

—Parecía que necesitabas un poco de ayuda —asintió, pasando la mirada por los cadáveres del suelo—. Esos fanáticos de los Uránides creen que alcanzarán la salvación ofreciendo la sangre de sus sacrificios —dijo con desprecio, negando con la cabeza—. Artes arcaicas y oscuras sin ningún tipo de beneficio real más allá de satisfacer su propia ansia de sangre.

Qué… macabro. Tragué saliva involuntariamente tras escucharlo. Aunque eso me confirmaba que de verdad había una secta que se movía por estos lugares. ¿Estaba la población de aquí en contra de esos tipos? Ese parecía ser el caso.

—Los de la ciudad… ¿No son de esa secta? —pregunté con cuidado.

—¿Ellos? —preguntó, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la ciudad—. No. Ellos son meros ciudadanos que intentan sobrevivir en su día a día. Pero no les gustan los forasteros. Son muy conservadores en sus costumbres e intimidad; no aceptarán a nadie que consideren una amenaza externa.

No me pasó por alto que habló como “ellos” no “nosotros”. Entonces, ¿de dónde había aparecido este hombre? ¿Qué hacía aquí? ¿Y qué intenciones tenía?

—Ya… Ya me di cuenta —respondí, recordando los eventos pasados—. Se llevaron a uno de mis amigos. No les pareció bien que intentara liberarlo.

—¿Por eso acabaste en el templo? —preguntó, lanzando una pregunta directa. Entonces, sí sabía de dónde venía ese arco. ¿Cómo? ¿Por qué?—. Aunque no suelen acercarse allí.

—Fue un accidente. —Más o menos—. Mientras huíamos, nos separamos y yo acabé dirigiéndome al templo. Esos cazadores no me siguieron escaleras arriba. Y…

—Entraste —terminó por mí, observándome meticulosamente—. Pero saliste.

—Sí, salí —confirmé.

—¿Sabes lo que has hecho? —preguntó con voz calmada, pero podía notarse ese deje de acusación y frialdad.

—¿Lo que he… hecho? —murmuré, demasiado consternada como para darme cuenta que tal vez no debería mostrar mis emociones de esa manera.

Sentí un estremecimiento y un escalofrío recorrió mi espalda. Sentí que la boca se me secaba y que el nerviosismo se apoderaba de mí. ¿Qué había hecho? Yo solo me había visto envuelta en algo que no busqué y solo quería salir de ahí. ¿Algo de lo que había pasado en el templo había sido importante? ¿Había hecho algo malo?

Tragué saliva seca, temerosa. A ese templo no habían querido subir los cazadores. El templo estaba lleno de trampas y pruebas que podrían haberme matado. Pero pensé al final que tal vez solo estaba pasando un desafío o lo que fuera por como se habían sucedido las cosas. Pero, ¿estaría equivocada?

El hombre suspiró, probablemente dándose cuenta que no tenía ni idea de lo que podría haber hecho.

—Seguramente notaste ese temblor antes, ¿verdad?

Asentí, un levísimo y rígido movimiento de mi cabeza. ¿Yo había provocado eso? ¿Cómo?

«¡El mecanismo…! ¡Tal vez fue ese mecanismo!»

—Has iniciado todo. Muchísimo tiempo después —continuó, enigmático.

—¿Qué significa eso? Yo… yo… ¿Hice algo mal? —pregunté, preocupada.

Me recordaba a esas cosas en las historias cuando liberadas sin querer al demonio, al mal en la tierra, la cuenta atrás para el fin del mundo. Cosas así. No habría hecho nada como eso, ¿no?

—Tal vez sí, tal vez no. Depende de cómo se mire —dijo sin darme una respuesta clara, por lo cual lo odié un poco—. Pero si lo que estás buscando es salir de aquí, tal vez sea un comienzo.

—¿Qué?

—Por tus ropas probablemente provengas de ese… accidente de hace días —explicó, dejándome saber sus cabilaciones—. No conoces el lugar, no sabes moverte por la flora, no sabes lo que hacen las personas de aquí. —Hizo una mueca—. Casi un milagro que estés de una pieza. Aunque —volvió a mirarme de arriba abajo—, tal vez no, dados los resultados. Y si lo que quieres es salir de aquí y volver a casa, solo hay una manera. Y esos lugares, pueden resultarte útiles.

—¿Esos… lugares? —pregunté, con miles de preguntas en mis ojos.

—Hay varios templos a lo largo de las ciudades principales —me explicó, casi en tono aburrido—. Allí puede que encuentres lo que necesites. O la muerte —se encogió de hombros levemente.

Me quedé con la mente en blanco momentáneamente, asumiendo lo que me había dicho. Una forma de salir, en varios templos, en distintas ciudades.

—Pero… no lo entiendo. ¿Qué tienen que ver unos templos con poder salir de esta isla?

Escuché una risa, una baja y sarcástica. El hombre parecía mirarme como si viera a un animal pequeño y frágil a punto de ser devorado por algo.

—Este lugar no es normal —comenzó a decir, mirándome con esos ojos extraños—. Ya deberías haberte dado cuenta. Y si piensas que estás en una única isla, es que estás más perdida de lo que pensaba. Lo que has visto solo es el principio. Ahora que se ha abierto el paso a otras islas… Bueno, deberías ir al oeste y descubrirlo.

Me molesté ante sus palabras, pues parecía burlarse de mí por información que no tenía. ¿Varias islas? ¿Al oeste había otra? ¿Que estaba más perdida de lo que pensaba?

—¿Por qué no me lo cuentas todo simplemente si tan perdida estoy? —hablé, más enfadada cada vez; parecía habérseme olvidado por un momento la espada que sujetaba—. ¿Y por qué sabes todo esto?

—Vivo aquí —contestó, encogiéndose de hombros de nuevo—. Es normal que lo sepa. Y deberías tener cuidado.

—¿Con qué? —pregunté, tensa y en espera que dijera que con él o algo así.

—Con todos los que quieran algo diferente a ti —respondió, acercándose a mí. Ya estábamos a un escaso metro de distancia­—. Puede que tú quieras salir, pero hay otros que quieren cosas muy diferentes. Y tú les vas a interesar.

—¿Por lo que encontré ahí dentro? —inquirí con recelo.

—Entre otras cosas —fue lo que respondió.

Después, dio un paso atrás, y después otro, hasta que se dio la vuelta, al parecer, decidido a marcharse.

—Tal vez deberías darte prisa y encontrar a ese amigo tuyo —dijo entonces, girando su rostro hacia mí—. Las personas con las que está no van a buscar su bienestar, mucho menos el tuyo.

—¿Qué…? ¿Lo viste? ¿Viste a Alejandro? —pregunté, frenética ante esa nueva información.

—Un chico y una chica, con el grupo de ese tal…

—¿Martin? —Él solo se encogió de hombros por respuesta.

—Deberías darte prisa si quieres dar con ellos —dijo finalmente—. Sigue el río desde el lago y llegarás a su campamento.

Volvió a darse la vuelta y comenzó a andar de nuevo, decidido a marcharse.

Entonces, ¿iba a irse sin más después de salvarme? ¿No quería nada? ¿Me había ayudado sin más y luego me había soltado toda esa información? ¿Por qué? ¿Era verdad siquiera? Y había visto a mis amigos, pero…

Una sensación de inquietud me recorrió de arriba abajo al recordar a Martin mientras las palabras de mi (por ahora) salvador me recorrieron la mente. Pero, ¿podía fiarme de él?

—¡Eh! ¡Espera! —grité cuando lo perdí de vista—. Aún no…

Pero, cuando me adentré de nuevo en esa maleza ya no había nadie allí, había desaparecido.

Me quedé sola, rodeada de la esencia de la muerte que había dejado y muchas más preguntas sin responder. Aunque, con todo, la que más me vino a la mente fue una.

¿Quién era él?

Ni siquiera me dijo su nombre.

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