Capítulo 103
Un momento de mil años
—Está bien, lo entiendo. Lo entiendo.
Madeline sabía en su mente que tenía un “niño” dentro de ella. Su cuerpo también lo sabía, dadas las náuseas y los mareos ocasionales. Sin embargo, no era insoportable.
—A diferencia de su padre, debe tener un temperamento apacible.
Incluso conociéndolo intelectual y físicamente, la idea de que un ser que se pareciera tanto a Ian como a ella naciera en este mundo resultaba extraña. Tal vez sería más preciso decir que era un poco aterrador, considerando lo que podría sucederle a un niño que naciera en este mundo tumultuoso.
Pero aun así, el niño sería afortunado. Había personas que vivían en circunstancias mucho más difíciles. Que el miedo siguiera siendo miedo. Madeline calmó su corazón inquieto y decidió simplemente criar al niño para que fuera amable y generoso.
Incluso si hubiera dificultades y dolor, ella siempre elegiría la vida.
Últimamente, Madeline sentía a menudo la mirada de un hombre que la observaba. Entendía por qué; su creciente vientre era algo desconocido incluso para ella misma. Sin embargo, no podía comprender del todo las complejas emociones que reflejaba su mirada.
Sería mejor que no lo supiera. Saber que su deseo, su sed y su miedo latentes podían resultar una carga.
Al notar que el hombre todavía la observaba, Madeline sonrió suavemente.
—¿Te gustaría tocarlo? No es la primera vez. Vamos.
Como si estuviera fascinado por su cálido gesto, se acercó y colocó su mano temblorosa sobre la fina tela que cubría su vientre.
—Aún no se mueve.
—Dale más tiempo. Podría estar durmiendo.
—¿No es difícil?
—Es difícil, pero la alegría lo supera.
—Yo también soy feliz. Aunque quizás sea por razones egoístas.
«Pensar en un niño con nuestra sangre compartida como una especie de seguro, puede que sea una persona egoísta y terrible».
No expresó sus pensamientos más profundos y oscuros. Madeline, que parecía aceptar incluso esas partes oscuras, respondió con una pequeña sonrisa.
—Cualquiera sea el motivo, es una ocasión alegre, ¿no?
El hombre sonrió levemente e inclinó la cabeza para besar la frente de Madeline.
—Contigo sonriendo así, ¿cómo no podría ser feliz?
—Ah, felicidades.
—¡Vaya, eso fue realmente poco sincero!
A pesar del enfado de Holtzmann, Ian permaneció indiferente. Después de un matrimonio tardío y una larga luna de miel disfrazada de permiso prolongado, Elisabeth y su marido trajeron buenas noticias. La reacción de Ian, sin embargo, fue tibia.
Se sintió un poco molesto.
—Sentí que algo no iba bien, así que me alegro de que hayamos vuelto. De lo contrario, a estas alturas ya sería un hombre muerto para ti.
—Ya veremos.
—Oh, Elisabeth, tu hermano me va a matar.
—Sí, resuélvelo rápido.
Elisabeth habló distraídamente mientras charlaba con Madeline. Holtzmann sacudió la cabeza mientras observaba.
—Bueno, en cualquier caso, tengamos una competencia justa.
—…No tengo nada que decir.
Era ridículo oír a Holtzmann hablar como si criar a un niño fuera una especie de carrera. Era agradable compartir limonada y pasar tiempo juntos después de tanto tiempo. Le preocupaba que se estuviera volviendo demasiado blando y que esas reuniones sin sentido le resultaran agradables.
Justo ahora.
—El gran conde también se verá obligado a cambiar pañales.
Todos se giraron para ver a un hombre apoyado contra la pared, que llevaba gafas de sol Ray-Ban.
—¿Quién lo dejó entrar?
Lionel había empezado a aparecer por allí cada vez que estaba aburrido. Saludó con la mano sin mucho entusiasmo cuando Madeline lo saludó.
—No me malinterpretes. Solo estoy aquí para entregar algunos documentos fundacionales.
—Podrías haberlos enviado por correo.
Lionel, ignorando la irritación de Holtzmann, acercó una silla y se sentó entre Elisabeth y Madeline. Los tres comenzaron a charlar animadamente, olvidándose de los documentos, lo que hizo que a Ian le doliera un poco la sien.
—Sí, sólo somos contadores de dinero.
Holtzmann murmuró con expresión amarga.
—Sería una suerte si ese fuera el caso.
—Por cierto, Ian. ¿Ese chico es una excepción?
—¿Qué excepción?
—No has bajado la guardia de repente. ¿Lo has convertido en uno de los tuyos?
—Ja.
Ian se burló de la pregunta de Holtzmann.
—¿No es así? Honestamente, me sentí incómodo con tu presencia rondando cada vez que se mencionaba a Madeline.
—¿Por qué debería tenerle miedo?
—Bueno…
Holtzmann se quedó callado mientras observaba a los tres que conversaban alrededor de la mesa redonda. Justo en ese momento, Elisabeth sacó un cigarrillo. Cuando se dispuso a encenderlo, Holtzmann se levantó de un salto.
—Esto no está bien, ¿qué estás haciendo?
Cuando tiró el paquete de cigarrillos, Elisabeth se dio una palmada en la frente.
—Lo siento. Casi hice que Madeline, que ya se sentía mal, vomitara.
—Ésa no es la cuestión.
—No, he oído que los cigarrillos no son buenos para la salud.
Madeline suspiró.
—Elisabeth, no caigas en la propaganda capitalista.
—Bueno, no puedo ganar contra ese argumento.
Holtzmann meneó la cabeza mientras observaba a los tres reír a carcajadas.
—Iré a contar el dinero.
Ese día nevó mucho. Los inviernos en el noreste de Estados Unidos eran más duros que en Inglaterra. Si bien los inviernos ingleses eran húmedos hasta los huesos, los inviernos aquí eran lo suficientemente intensos como para congelar el tiempo.
Ian caminaba ansioso por el pasillo. Estaba tan inquieto que se le pusieron rígidas las piernas, pero no podía darse el lujo de sentir dolor.
No podía permitírselo.
—¡Ah…!! ¡Argh!
Al oír los gritos de cansancio del otro lado de la puerta, quiso darse cien cabezazos contra la pared. El parto había comenzado antes de lo previsto, pero estaban preparados. El médico y la matrona llegaron rápidamente. Aunque había repasado mentalmente los escenarios muchas veces, se sentía impotente.
El parto fue largo.
Por más que contaba el tiempo, le parecía demasiado largo. A pesar de haber leído más de diez libros sobre embarazo y parto, cuanto más sabía, más aterrador le parecía. Se preguntaba si los riesgos del parto eran realmente necesarios.
Por más avanzada que se pretendiera ser la ciencia y la tecnología, muchas mujeres perdían la vida al dar a luz, y esas muertes se consideraban simplemente “de mala suerte”.
Si Madeline entraba en esa categoría de “desafortunada”, él nunca podría perdonar a este mundo ni a sí mismo. Ni siquiera a la niña, aunque no fue culpa del niño. El niño simplemente nació de su deseo.
Sin embargo, Ian era un hombre despiadado por naturaleza. Si culpar a los demás traería de vuelta a Madeline, estaba dispuesto a hacerlo de buena gana.
Treinta minutos más tarde pareció pasar una eternidad antes de que la puerta se abriera y aparecieran el médico y la enfermera con rostros demacrados.
—Es una emergencia.
—…Eres rápido para informar.
—No es culpa de nadie, pero deberíamos ir a un hospital más grande. El feto no se mueve.
—…Debe haber una manera.
—No podemos hacerlo aquí…
Ian dejó al médico y entró en la habitación. Se puso pálido mientras se acercaba lentamente a Madeline, que estaba acostada.
—…Una bonita vista, ¿no?
Al ver a Madeline pálida y sudorosa, Ian mordió la tierna carne que tenía en el interior de la boca. Forzó una sonrisa, una fachada de calma.
—Sí, muy bonita.
«Así que vive. No te rindas, no te rindas. No es propio de ti.»
Lo único que salió de sus labios entreabiertos fue un gemido animal. Era una súplica desesperada, como el gemido de un perro abandonado hacia su dueño.
—Madeline, vamos al hospital.
Ian, dando un paso atrás, le hizo un gesto con la cabeza al médico. Habían preparado una habitación de hospital para el peor de los casos, pero eso era solo para el peor de los casos.
—Vamos.
Después de enviar a Madeline, al médico y a la enfermera con el conductor primero, Ian puso en marcha el coche.
Ya había informado al médico.
—Si existe el más mínimo peligro para Madeline, tu elección es clara. No hay lugar para dudas. Concéntrate en salvarla sin dudarlo. El niño… es secundario. Sálvala primero. ¿Entendido?
—Lo intentaré lo mejor que pueda.
«Lo hago lo mejor que puedo, ¿eh?»
Esa frase era algo que escuchaba en los campos de batalla, cuando las situaciones eran terribles y no había señales de mejora, pero había que enviar un informe a los superiores.
Al oírlo, se le retorcieron las entrañas. Sus órganos se sintieron como si estuvieran atados en un nudo gordiano.
¿Pensabas que encontrarías la felicidad tan fácilmente? Si es así, eres el hombre más tonto del mundo.
El cielo negro, arrojando nieve, parecía decir eso.
Y la mujer que confió en un hombre así, debe ser la mujer más ingenua del mundo.
Athena: Qué necesidad de añadir más drama.